Iván Vélez-El Mundo

Desde la llegada al poder de Pedro Sánchez, el federalismo ha regresado al primer plano de la actualidad política, cuestionando la unidad territorial del Estado y, según el autor, alentando el independentismo.

Bien sé a quién contradigo…

Francisco de Quevedo

MENOS DE UNA SEMANA DESPUÉS DE LA TOMA DE POSESIÓN DE PEDRO SÁNCHEZ ANTE EL REY COMO PRESIDENTE DEL GOBIERNO DE ESPAÑA, EL FEDERALISMO HA REGRESADO AL PRIMER PLANO DE LA ACTUALIDAD POLÍTICA. SI EN SU PRIMERA SEMANA COMO MINISTRA DE POLÍTICA TERRITORIAL Y FUNCIÓN PÚBLICA, MERITXELL BATET, EN UNA INTERVENCIÓN ANTE SU PARTIDO, EL PSC, INVOCÓ LAS VIRTUDES TAUMATÚRGICAS EL DIÁLOGO Y AFIRMÓ QUE ERA NECESARIA UNA REFORMA CONSTITUCIONAL TAN URGENTE COMO VIABLE, E INCLUSO DESEABLE, CON EL NOBLE PROPÓSITO DE QUE CATALUÑA SE SINTIERA «FELIZ DENTRO DE ESPAÑA», UN CONJUNTO DE INTELECTUALES HAN DADO CONTINUIDAD A ESAS PALABRAS, MEDIANTE EL MANIFIESTO TITULADO Renovar el pacto constitucional.

El escrito comienza denunciando el «repliegue» de un Estado que ha respondido con «inmovilismo» a los «errores» de los independentistas catalanes, insinuando, en este y en otros pasajes, la existencia de una suerte de teleología política que conduciría indefectiblemente hacia la estructura política que el colectivo abajofirmante propone. Es decir, hacia un modelo federal del cual nada se precisa, pues en cuanto aparece tal fórmula, una pregunta surge automática: ¿cuántos y qué nombres tienen los sujetos federables? Una pregunta que requiere de respuesta, pues en el momento de contabilizar los territorios federables, recordemos la experiencia cantonalista, es muy probable que el número de aspirantes superaría todas las expectativas. Muchos de los redactores del manifiesto, cultivadores del mito de la II República, también parecen haber olvidado que en los ambientes germanizantes en que se redactó su Constitución, se evitó cuidadosamente el modelo federal. La II República se definió como un «Estado integral compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones», y se proclamó sobre un territorio que ya había estado reagrupado en función de parámetros eclesiásticos o militares, que prefiguraron, más las primeras que las segundas, las actuales delimitaciones autonómicas. Una geografía que incluso contó con otro orden germanizante, el nazi, cuyo diseño de la cartografía hispana, fechada en 1945, tiene indudables semejanzas con la España que finalmente se configuró con el concurso de marcos alemanes, altas dosis de socialdemocracia incubada durante la Guerra Fría, y falsilla constitucional germánica.

El manifiesto, huelga decirlo, mira directamente a la Cataluña que aspira, por boca de sus actuales representantes políticos, a la independencia. Por ello causa estupor leer en él afirmaciones tales como que «las reivindicaciones nacionales catalanas, vascas, gallegas o de otros territorios…», no deben entenderse como «una amenaza a la democracia española ni a la unidad del Estado». Cabe, pues, preguntarse, ¿en nombre de qué espiritualismo se puede caracterizar la secesión, como una simple cuestión de anhelos? Sólo una visión sublime, despegada de la tierra, propiedad de todos y no de unos cuantos españoles, por más henchidos de supremacismo que estén, puede ocultar el hecho de que tal secesión supone la expropiación de parte del territorio nacional, incluidos sus recursos, por un conjunto de compatriotas allí asentados.

El texto gravita una y otra vez sobre las cuestiones identitarias y la búsqueda del acomodo de sus reivindicaciones, sin aclarar si estas identidades existen desde la noche de los tiempos, o son simples subproductos elaborados con materiales etnolingüísticos, cuando no racistas, disueltos en agua bendita. En la España de la inmersión lingüística obligatoria, no deja de sorprender que el manifiesto sostenga que una buena gestión de las tales aspiraciones identitarias «ha de conducir a una España más cohesionada, más tolerante y más estable».

Tras estas consideraciones de carácter general, el escrito localiza, certero, el origen de todo el problema: la sentencia constitucional 31/2010, que bloqueó la mágica solución alumbrada por Maragall y Rodríguez Zapatero, cuyo paso por las urnas logró el apoyo del 36% de eso que se ha dado en llamar, bajo la actual divisa amarilla, un sol poble. Así presentada la situación, los autores parecen solicitar un gesto de generosidad hacia unas comunidades de las que se acentúa su carácter «histórico», adjetivo que nada añade, a no ser que se busquen legitimidades en el Antiguo Régimen, pues, ¿acaso las revoluciones que transformaron a los súbditos en ciudadanos no se hicieron sobre determinados escombros puramente históricos?

El manifiesto parece otorgar unas esencias nacionales, en el sentido político, a las tales comunidades históricas que, tan resignadas como generosas, habrían aceptado carecer «de poder constituyente», en aras de un acuerdo de equilibrio, de «un pacto entre personas». El espectro de Rousseau parece desfilar por la pantalla del ordenador, antes de que aparezca la siguiente imagen apocalíptica, aquella que va ligada al poderoso tabú de la recentralización. Izquierdistas confesos, bien que casi siempre indefinidos, muchos de los que han sumado su pluma al remolino de firmas que figura al pie del texto, acaso desconozcan estas líneas escritas por Lenin hace poco más de un siglo en su El Estado y la Revolución: «El federalismo es una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del anarquismo. Marx es centralista. […] ¡Sólo quienes se hallen poseídos de la fe supersticiosa del filisteo en el Estado pueden confundir la destrucción de la máquina del Estado burgués con la destrucción del centralismo!».

«Todo camina hacia atrás, como si el diseño territorial de 1978 hubiese sido un error que debe ser corregido devolviendo poderes al centro», afirman fatalistas los redactores de un manuscrito bajo cuyas líneas parece operar un determinado final que obliga a corregir los yerros centralizadores. Una corrección que debe evitar –la terminología guerracivilista o abertzale brota, irenista, en este punto– la existencia de vencedores y vencidos. La salida debe ser civilizada, reconocedora de la diversidad y consolidadora de una unión sólo posible bajo una forma federal. Para nuestros conciudadanos, todos los caminos territoriales conducen a Quebec. Allí donde un suponemos que pulcro tribunal, sentenció hace dos décadas que: «La democracia no se agota en la forma en la que se ejerce el gobierno. Al contrario, la democracia mantiene una conexión fundamental con objetivos sustantivos, el más importante de los cuales es el autogobierno. La democracia da cobijo a las identidades culturales y grupales. Dicho de otra manera, el pueblo soberano ejerce su derecho al autogobierno a través de la democracia».

COMO COLOFÓN A LA PROPUESTA RENOVADORA NO PODÍA FALTAR LA APELACIÓN A OTRO MITO, EL DE EUROPA. LA IMPRONTA ORTEGUIANA APARECE DE NUEVO AL INVOCAR A UNA EUROPA «QUE PODRÍA OFRECER UNA PROPUESTA CONSTITUCIONAL INCLUSIVA QUE ASEGURASE LA CONCORDIA Y OFRECIESE ESTABILIDAD Y SEGURIDAD PARA UNA GENERACIÓN». PUDOROSOS, ACASO PARA OCULTAR SUS FUENTES, LOS AUTORES NO HAN INCLUIDO LA SENTENCIA QUE DON JOSÉ EXPELIÓ EN SU DÍA. España es el problema y Europa la solución, PARECE CLAMAR UN TEXTO TAN OPORTUNISTA QUE SINTONIZA PERFECTAMENTE CON LO MANIFESTADO POR EL NUEVO PRESIDENTE. EN EFECTO, CASI AL TIEMPO QUE SE ESCOGÍAN LAS PALABRAS DEL TEXTO COMENTADO, DON PEDRO SÁNCHEZ PÉREZ-CASTEJÓN, EN CUYA ESTELA SE ADIVINAN CANONJÍAS, AFIRMÓ QUE EUROPA, EL LUGAR EN EL QUE LOS CATALANISTAS BUSCAN LA INTERNACIONALIZACIÓN DE SU CAUSA SECESIONISTA, ES «NUESTRA NUEVA PATRIA».

Iván Vélez es autor, entre otros, de Sobre la Leyenda Negra y El mito de Cortés (ambos en la editorial Encuentro).