JUAN JOSÉ SOLOZÁBAL-EL PAÍS

  • La superfluidad de una ley de la Corona y el veto al derecho de autodeterminación son dos puntos clave de la ortodoxia más estricta sobre la Ley Fundamental, imposibles de superar también en el futuro

1. Si se trata de repensar la reforma incurriré en alguna paradoja, pues no estoy de acuerdo con el uso, que considero excesivamente prudente, de la reforma constitucional en España y, sin embargo, alabo la continencia del reformador, que no tengo ninguna duda ha asumido el Gobierno socialista, en dos supuestos concretos, el de la Corona y la modificación de la constitución territorial, para dar cabida al reconocimiento del derecho de autodeterminación. Sin duda, la superfluidad de una ley de la Corona y el veto al derecho de autodeterminación son dos puntos clave de la ortodoxia constitucional más estricta, imposibles de superar también en el futuro. En cambio, soy partidario de llevar a efecto alguna reforma en concreto, como la que se refiere a los derechos sociales, cuestión de la que no me ocuparé ahora.

En efecto, en relación con la reforma hay que recordar que es una institución de protección de la Constitución y que, aunque se tenga una idea positiva sobre la continencia constitucional, su no utilización a ultranza implica una grave anomalía. Diríamos que no responde a unos patrones de normalidad el verse absolutamente privado de la posibilidad de reformar la Ley Fundamental, como ocurre en estos momentos en los que se duda de la lealtad constitucional de una parte de los parlamentarios y, desafortunadamente, por decirlo suavemente, persisten serias incertidumbres sobre la fidelidad constitucional de las instituciones de autogobierno catalán.

Esta situación, que desde el punto de vista político es preocupante, desde el punto de vista, diríamos, de la teoría constitucional no deja de ser también anómala, puesto que una Constitución que debiera ser reformada y que no sea objeto de la modificación correspondiente corre el riesgo de ser inobservada, o donde la función constituyente se lleve a efecto por órganos constituidos, como pueden ser el legislador o el Tribunal Constitucional, y no por el poder que la Constitución ha previsto para tal tarea.

2. Parece en efecto adecuado mantener el estatus constitucional de la Corona en su actual situación y considero sin sentido la propuesta que algunos han formulado sobre una ley orgánica de la Corona por entender que la regulación constitucional de la Monarquía es mínima y que procede una regulación complementaria. Tampoco me parece defendible que la inviolabilidad del monarca prevista en la Constitución requiera o bien su supresión o bien su limitación a la conducta pública del rey mediante la correspondiente reforma constitucional.

En relación con lo primero, hay que decir que la referencia a la ley orgánica que se hace en el artículo 57.5 de la Ley Fundamental contempla exclusivamente una ley sobre las abdicaciones y renuncias, así como las dudas que puedan surgir en el orden de la sucesión. No cabe entonces una ley de desarrollo general y asimismo habría que excluir una ley de interpretación por parte del legislador al respecto. Pero, sobre todo, ocurre que tal ley orgánica de desarrollo de la regulación de la Monarquía iría en contra de la idea del constituyente de reservar la cuestión a la propia Constitución. Esto no quiere decir naturalmente que no quepa pensar en una ley o en reglamentos o normas de la propia Casa Real que se ocupen de diversos aspectos de la materia, sobre extremos importantes aunque adjetivos o laterales.

Si nos centramos en la propuesta de reforma que pretendiese limitar la inviolabilidad a su actuación pública, ello parece cuestionable. En primer lugar, porque haría redundante la cláusula que la establece si no rigiese en relación con los actos privados del monarca, pues la irresponsabilidad de este por su actuación pública ya está asegurada con la necesidad del refrendo, sin el cual son nulos los actos del rey. En segundo lugar, esa limitación resultaría contraria a la idea del constituyente sobre la misma idea de la inviolabilidad en cuanto protección máxima y absoluta que corresponde solo a quienes se atribuye: rey, derechos fundamentales y Cortes. Además, se trata de un atributo que no es privativo de nuestra Monarquía, pues existe en otros modelos como el británico, o el de Holanda o Bélgica. De otro lado, finalmente, la inviolabilidad no asegura de hecho la irresponsabilidad; así, la abdicación del rey Juan Carlos tuvo sin duda la significación de un control de alcance máximo, al exigirse la responsabilidad del Rey por su reprochable conducta pública (en puridad fue una verdadera deposición). Por lo demás, la inviolabilidad cubre exclusivamente al monarca mientras ejerce sus funciones, no cuando haya abdicado.

3. Es frecuente referirse a la necesidad de introducir algunas reformas en lo que podríamos llamar la constitución territorial del Estado, se trate de la distribución competencial, o la mejora de algunos aspectos institucionales de la misma, sea el Senado o los diversos instrumentos de cooperación. No insistiré sobre estos extremos pues en este momento lo que quiero señalar es la necesidad de aceptar un límite a esas modificaciones territoriales, congruente con la misma naturaleza de nuestro Estado autonómico. Apunto en una doble dirección: la imposibilidad en este momento de ejercer el llamado derecho de autodeterminación y a la inconveniencia de su introducción mediante una reforma constitucional . En efecto, el aceptar el derecho de autodeterminación implicaría reconocer a los elementos territoriales del Estado una soberanía que solo corresponde al conjunto nacional, y tal posibilidad no cabe ser admitida ni explícitamente ni utilizando la vía del artículo 92 de la Constitución. Ocurre que el ejercicio de ese pretendido derecho choca con la misma esencia del modelo territorial constitucional. El núcleo de ese modelo territorial tiene que ver con la idea de nación de la Constitución y, en segundo lugar, con la relación que se establece entre los Estatutos de autonomía y la Constitución, lo que podríamos llamar la cuestión de la integración constitucional de los Estatutos de autonomía. Por lo que hace a la idea de nación, comenzando por el momento unitario, hay que señalar que la identifica con el pueblo o demos, con la generación viva de los españoles, de quienes “emanan los poderes del Estado”. Lo que pasa es que las cosas son más complicadas, o sutiles si se quiere decir. Porque el constituyente utiliza la noción de nación no solo para referirse a la sede de la soberanía, quedando identificada con el pueblo, sino para calificar a la soberanía del pueblo, que es justamente nacional, esto es, de la nación o la comunidad o persona moral que integran asimismo las generaciones pasadas y las generaciones futuras. Con todo, esta dimensión unitaria de la nación española no puede ignorar la condición constitutivamente plural de esta, integrada en efecto por nacionalidades y regiones, los pueblos de España según el Preámbulo de la Ley Fundamental. Nacionalidades y regiones, entonces, son el sustrato político, la base sociológica y cultural de las comunidades autónomas. Desde el punto de vista jurídico, lo que las nacionalidades y regiones tienen es autonomía, cuya expresión e instrumento es el Estatuto de autonomía. La necesaria integración estatutaria en el orden constitucional conlleva dos consecuencias importantes: la imposibilidad de amparo estatutario de actuaciones contrarias a la Constitución, como sería el ejercicio de la autodeterminación, que no podría presentarse como un derecho de autonomía, cuando es claramente la manifestación de la soberanía. También va de suyo el control del Estatuto por parte del Tribunal Constitucional en el caso de que su reforma pudiese reputarse contraria a la Constitución.