En octubre, Puigdemont y los suyos pusieron a España al borde de la guerra civil
LA repetición nos desazona. Necesariamente. Porque es un imposible metafísico. Nada retorna. Nunca. Bien que quisiéramos que así no fuera. Detener el tiempo es la añoranza que tiñe de pérdida nuestro presente, siempre en fuga. Retornar a lo perdido, hacer girar atrás la rueda del tiempo es la exigencia imposible que las más distantes geografías recogen en sus leyendas. En todas ellas, la repetición, la vuelta al punto de partida, es algo que los dioses vetan a los humanos. Toda repetición es ficticia. Toda repetición degrada la grandeza –positiva o negativa, no importa– de lo que pone en una escena cada vez menos creíble, en un teatro cada vez más apolillado. La tragedia retorna en farsa.
El triste clown de un circo desvencijado despliega hoy, bajo el cielo gris de Flandes, gestos grandilocuentes que le hagan evocar el único instante épico de su vida, aquel en el que fantaseó ser alguien: la noche del Parlamento Autónomo Catalán, en la que proclamara la independencia, justo antes de poner pies en polvorosa. La repetición, lo de ahora, no es el recuerdo, es la taponadura de un básico remordimiento ante lo hecho y ante lo no hecho: ante el gesto heroico llamado a convertirlo en padre de una nueva patria; también, ante la viscosa textura del demasiado pusilánime para cargar con el coste que un gesto de tal dimensión arrastra.
En octubre, Puigdemont y los suyos pusieron a España al borde de la guerra civil. Sin retórica alguna: declaración unilateral de independencia y guerra civil son sinónimos. En el momento crítico, resultaron ser demasiado cobardes para afrontar el coste. Por asombroso que parezca, tan convencidos estaban de su absoluta superioridad sobre un pueblo de cafres norteafricanos, que ni pareció pasárseles por la cabeza que aquellos subdesarrollados españoles pudieran hacer frente al dictado soberano de unos supremacistas catalanes. El choque con la realidad fue duro. Se vinieron abajo. Los menos dados a sentimientos de vergüenza huyeron lo más lejos posible del alcance de la ley. Y Puigdemont dio el ejemplo primoroso del capitán que, desde puerto salvo, entona la elegía por los hombres a los que abandonó a bordo del navío que ve hundirse en altamar. Desde lo del Capitán Schettino con el «Costa Concordia», no se había visto una cosa igual. El espectáculo de una presidenta del parlamento catalán, llorando a lágrima viva por pasar una noche en la cárcel, no fue muchísimo más edificante.
¿Por qué repetir otra vez aquel mismo bochorno ahora? Cualquier lector de Freud conoce la respuesta: para no recordarlo. Porque el recuerdo de tanta villanía moral cuanta se acumuló en ese octubre es algo a lo cual ni aun el menos moralmente escrupuloso podría sobrevivir: el jefe huido, sus lugartenientes encarcelados y procesados, Mas lloriqueando por el embargo de su piso… No hay sainete, por extremo que sea, capaz de dar escena a tanta ignominia. Repetir les salva ahora de pensar; trueca en presente el pasado. Es la lógica de las pesadillas.