JOSEBA ARREGI-EL MUNDO
El autor recuerda al presidente del Gobierno que la democracia se basa en el respeto a la ley, no en la ‘valentía’. Y considera grave tratar de satisfacer las apetencias nacionalistas para resolver la crisis catalana.
Aquella propuesta conllevaba varios aditamentos muy significativos y graves. En realidad, se trataba de una reforma de la Constitución por fraude de ley, revestida de reforma estatutaria, algo que nunca debiera haber podido ser votada ni en el Parlamento catalán. Y, además, se hizo acompañado del Pacto del Tinell: firma de partidos ante notario para excluir al PP de cualquier alianza, negándole así su legitimidad democrática.
Lo mismo que está sucediendo en la política española desde que el presidente Pedro Sánchez abusó, malinterpretando, de una frase en una sentencia dedicada a otro objeto de juicio para organizar el desalojo de Mariano Rajoy de la Presidencia del Gobierno por medio de una moción de censura que respondía a la misma lógica del Pacto del Tinell: excluir al PP de la posible alianza con otros partidos. Fue una moción de censura teóricamente positiva, como exige la Constitución –en torno a un programa concreto de gobierno–, pero, en realidad, puramente negativa: fuera Rajoy y su programa de gobierno, adentro Sánchez sin programa de gobierno.
El Pacto de Tinell venía a acompañar la voluntad de Maragall de reformar la Constitución por la puerta de atrás. Ahora parece que las cosas cambian. Pero sólo lo parece. Porque es cierto que quien plantea la reforma de la Carta Magna es el propio Gobierno de España, pero no se sabe hasta qué punto se trata de voluntad propia o sobrevenida para satisfacer en todo lo que se pueda a los nacionalistas catalanes, y si hiciera falta los nacionalistas vascos, es decir, a quienes eran compañeros de viaje y coaligados de Maragall. Es lo que está en la lógica de la izquierda española encarnada en el PSOE: para llegar a gobernar es preciso aislar al PP, dejarle sin posibles aliados para conseguir la mayoría absoluta, satisfacer las apetencias de los nacionalistas, y ofrecer disposición a abrir en canal la Constitución de España contando con la ayuda de quienes rechazan cualquier reforma que no implique la invalidez de la misma en lo que consideran sus territorios por derecho dinástico, que no otra cosa son en el fondo los derechos históricos.
En este contexto aparece una y otra vez el término valentía. Hay que ser valientes, se dice, como repetía Zapatero. Pero la democracia no se basa en la valentía ni en el arrojo –no es cuestión de batallas ni de guerras–, sino en el respeto a la ley, y a las reglas y procesos establecidos para su cambio. La valentía y el arrojo parecen ser coartadas para saltarse la ley a conveniencia. Pero hay otros términos que también tienen paralelos graves en la historia reciente de España. El presidente Sánchez no se cansa de repetir, al igual que el PSOE, que la cuestión catalana no se soluciona en el ámbito judicial, sino haciendo política, pues se trata de una cuestión política. Quienes hacen política en un Estado de derecho no son sólo los partidos. Éstos, en demasiados casos, se limitan a hacer política partidista hasta el punto de que para la mayoría de los ciudadanos se confunde política con partidismo. Pero cuando sólo se hace política partidista es necesario que vengan los jueces y los tribunales, y al final el Tribunal Constitucional, para revisar si lo aprobado por los partidos se ajusta a Derecho. También en eso consiste la Política con mayúsculas. Y el Tribunal Constitucional es un tribunal político no porque sus componentes hayan sido nombrados por los representantes de los partidos, sino porque cuida y garantiza el bien político fundamental que posee el conjunto de la ciudadanía española: su Constitución. Sin ella, la sociedad española sería una masa amorfa sin columna vertebral.
En tiempos no tan lejanos, cuando el Estado de derecho que es España decidió actuar con todos los medios posibles para acabar con el terrorismo de ETA, incluyendo el poder judicial, se escuchaba, sobre todo de los partidos que en su día firmaron el Pacto del Tinell y ahora han firmado la moción de censura para derrocar a Rajoy y aupar a Sánchez, que no había que judicializar el conflicto vasco, que más allá de la actuación policial se requería hacer política, que era otra forma de decir diálogo y negociación.
Es difícil de entender que se pueda contraponer actuación policial y actuación política si no se olvida que la definición del Estado de derecho implica el monopolio legítimo de la violencia –policía, jueces, hacienda–, es decir, el núcleo constitutivo de la política de Estado. Querer jugar fuera de esos ámbitos para hacer otra política no conduce más que a sospechar que se quiere hacer partidismo fuera de lo que constituye la Política con mayúscula. La política no es cuestión de amigos o enemigos –Carl Schmitt–, ni de empatías, simpatías o antipatías, sino de normas, procesos, reglas, acuerdos constituyentes, de leyes sometidas a derecho, de lealtad constitucional.
Por el camino de la Política con mayúscula se consiguió que ETA tuviera que cesar en su actividad de terror y de asesinatos, no por la vía del partidismo, no por la vía del diálogo y la negociación: éstas solo consiguieron que la banda siguiera demasiado tiempo con su terrorismo esperando poder conseguir algo a cambio de su violencia. La clave fue la ilegalización de Batasuna por el Tribunal Constitucional, un acto de importancia crucial para forzar el fin del terrorismo de ETA, un acto político por excelencia. Ese fin es fuente de contento y alegría para todos, menos para quienes fueron derrotados: el terrorismo de ETA, los que apostaban por el diálogo y la negociación y quienes creían en un fin del terror sin vencedores ni vencidos, es decir, sin víctimas ni verdugos.
PERO PRONTO se le dio la vuelta a esta situación que fue transitoria aunque permitió poner fin al terrorismo: a la ilegalización de Batasuna siguió la legalización de Bildu y de Sortu, la presencia de los acompañantes necesarios de ETA en toda su historia de terror en las instituciones, la reclamación de la puesta en libertad de los presos etarras, al menos de los enfermos graves –Uribetxeberria Bolinaga–, como alternativa el acercamiento a cárceles próximas, un plan de paz del Gobierno Vasco que mezcla todo tipo de terrorismo, reduce el de ETA a simple –con todo lo grave que es– violación de derechos humanos, sin otro significado político. Y así siguen las cosas confundiendo virtudes privadas como el perdón y la reconciliación con la defensa del Estado de derecho y con la exigencia de acatarlo como paso previo a todo lo demás, con las ayudas a víctimas que lo serán solo por resolución administrativa fundada en una comisión de expertos, y al final con el pacto PNV-Bildu para volver a hacer fraude de ley intentando reformar –para liquidarla– la Constitución por medio de la reforma estatutaria.
Libertad de presos, acercamientos, exclusión de PP y Ciudadanos, reconciliación, convivencia, virtudes privadas, empatía, valentía y arrojo en lugar de respeto a la Constitución, imperio del Derecho por encima de sentimientos particulares, reconocimiento de legitimidad democrática a los partidos excluidos –alguien debiera pensar lo que significa excluir a PP y Ciudadanos, e incluir a la CUP, a ERC, a PDeCAT, a PNV, a Bildu y Sortu, cuando ninguno de estos partidos acatan ni reconocen la Constitución española si no es para denigrarla–: todo esto suena a un dèjá vu que produciría perplejidad si no fuera demasiado grave y peligroso para nuestro futuro, el futuro que nos prometía la Constitución de 1978.
Por si sirve de algo: Felix Ensslin –hijo de la terrorista de la RAF Gudrun Ensslin– se pregunta en un ensayo publicado por la revista semanal Die Zeit qué tienen en común el terrorismo y el indulto. Y se responde: ambos adolecen de fundamento y apuntan con ello a la dimensión de un acto soberano fuera del orden establecido. Ciertamente: el indulto lleva a cabo la excepción de la ley, mientras que el terror apunta a su destrucción, ambos revelan, sin embargo, la falta de ley en el interior mismo de la ley.
Joseba Arregi,ex consejero del Gobierno Vasco, es ensayista.