ETA se permite destruir los restos de legalidad democrática en el País Vasco bajo las siglas de un viejo partido republicano (y nacionalista), lo que debería enseñar al Gobierno que toda tentativa de vincular nuestro actual sistema democrático con la extinta legalidad republicana abre vías imprevistas a los enemigos del mismo y resulta deletérea para la única legalidad realmente existente.
ETA se está cargando lo poquísimo que quedaba de libertad en el País Vasco mediante una aplicación coherente de la memoria republicana. Quienes ocupan las casas consistoriales y boicotean la constitución de ayuntamientos se presentan como seguidores de un partido democrático fundado en los democráticos años treinta. ¿Captan ustedes la ironía? Yo, sí: para la banda, se trata de administrar a Rodríguez una dosis inopinada de su propia medicina.
Hace algo más de veinte años, en México, pasé por mi primera inmersión en el mundo del exilio español de segunda generación. Niños de la guerra, del Morelia, del colegio Madrid y del Vives. Vástagos de dirigentes socialistas, comunistas o, como mis parientes, de nacionalistas de ANV. Tenían entonces, más o menos, mi edad presente e hijos de mi hornada, la del 68, la de Tlaltelolco allí y la del Proceso de Burgos acá. Yo iba a su encuentro con verdadera emoción, porque eran leyenda viva intrafamiliar y un ingrediente esencial de mi cultura antifranquista. Volví convencido de que nada tenía que ver con ellos, ni con su idealización de la República ni con su interpretación mítica del franquismo. Pero lo que más radicalmente nos separaba era su incomprensión del terrorismo etarra. No es que lo valoraran como algo positivo, nada de eso. No se les ocultaba su carácter criminal y lo consideraban peligrosamente desestabilizador para un gobierno de izquierdas y, en general, para la democracia, porque -decían- terminaría provocando una nueva sublevación militar (prisioneros de la memoria del destierro, equiparaban el 23-F a la sanjurjada y temían un segundo levantamiento más organizado). Pero, por otra parte, veían en ETA a la única fuerza de oposición al régimen de Franco que no había traicionado a la legalidad republicana; la única, en fin, que se había negado a transigir con la Constitución «monárquica» de 1978. Resultaba difícil convencerles de que la II República nunca había sido una referencia para ETA, que la despreciaba tanto como al franquismo o a la monarquía constitucional. Empeñados en encontrar alguna continuidad en lo que se les había vendido por sus progenitores como republicanismo innato del pueblo español, iban a buscarla en los enemigos declarados de todo lo que oliese a España. Sobra decir que tal actitud desembocaba en la confusión y el desconcierto, salvo en un pequeño sector muy crítico con las ideas recibidas.
En la España del franquismo, venir de familia de vencedores o de familia de vencidos suponía también prejuicios heredados respecto a cualquier proyecto de reconciliación democrática, pero a la altura de 1985, cuando viajé a México por vez primera, los tópicos del resentimiento habían descendido al nivel suficiente para que la mayoría advirtiera que la democracia instituida siete años atrás no emanaba de la legalidad republicana ni de la franquista -aunque la hubieran hecho posible antiguos republicanos y antiguos franquistas- y que ETA no tenía otro objetivo que acabar a tiros con cualquier legalidad. Veinte años después, la izquierda española en su conjunto padece una suerte de distorsión perceptiva semejante a la del exilio republicano de los ochenta pero mucho menos justificable, porque en éste derivaba de la única memoria que había recibido de la generación anterior y, en aquélla, de la destrucción deliberada de la memoria de la transición y su sustitución, igualmente voluntaria, por el mito de una legalidad republicana indeleble.
La consecuencia de todo ello -la más palpable- no es otra que la confusión y el desconcierto de la izquierda ante ETA, que se permite el lujo de destruir los restos de legalidad democrática en el País Vasco bajo las siglas de un viejo partido republicano (y nacionalista), lo que al menos debería entrañar una enseñanza clara para el gobierno de Rodríguez: que toda tentativa de vincular nuestro actual sistema democrático con la extinta legalidad republicana abre vías imprevistas a los enemigos del mismo y resulta a la postre deletérea para la única legalidad realmente existente. ETA ha demostrado esta semana que también puede convertir en un arma a su favor la insensata apelación socialista a la memoria histórica.
Jon Juaristi, ABC, 24/6/2007