JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • Afortunadamente, ese mundo de prebendas, altas barreras financieras de entrada y concesiones de cadenas generalistas con contraprestación política implícita (explícita en los despachos) se está yendo por el desagüe en la misma medida en que una masa crítica le da a su televisor un uso diferente al tradicional

El programa televisivo más influyente de finales de los setenta fue ‘La clave’, de José Luís Balbín. El programa televisivo más influyente de los últimos años ha sido ‘Sálvame’, de Jorge Javier Vázquez. Lo bueno de la televisión que conocemos es que está llegando a su fin. El cambio radical en los hábitos de consumo ha alcanzado una mayoría crítica, así que ya es irreversible. Hay giros en las conductas sociales más arraigadas y, al fin y al cabo, el modelo de las televisiones tradicionales es reciente si lo miramos con las gafas de la historia. Su poder ha sido inmenso. Con tempos distintos según continentes y países, ese poder se desplegó primero desde grandes cadenas públicas que introdujeron en las salas de estar de todo el mundo los valores, la cultura y el discurso del sistema, fuera este el que fuese. Después, con ‘competidores’ privados que no actuaban de acuerdo con las reglas del mercado sino del oligopolio, apoyados en el sistema de concesiones. Las barreras de entrada eran altísimas, y de dos tipos: financieras, al exigir una inversión muy considerable; políticas, pues nadie que no fuera de la máxima confianza de un Gobierno estable apoyado en un partido ‘de Estado’ podía hacerse con una de las privilegiadas concesiones.

Cuando las privadas llegaron a España empezaron a cambiar muchas cosas. En principio, cualquier apertura a un cierto pluralismo, por limitado que fuera, era bienvenida. Pero en el nuevo marco devino imposible un programa como, por ejemplo, ‘A fondo’, de Joaquín Soler Serrano, que había llevado a muchos millones de personas –audiencias actualmente inimaginables– a conocer en largas entrevistas figuras de la talla de Borges, Cortázar, Pla, Dalí, Rulfo, Carpentier o Sábato. Si he colocado a un pintor entre escritores es porque el de Figueras también escribió unas cuantas obras, por cierto extraordinarias. En la España de las televisiones privadas se podrá tratar de imitar la fórmula de ‘La clave’, pero no es posible mantener a media España atenta a largos y profundos debates donde no te quitan la palabra cada veinte segundos. Cabe argüir que aquella calidad extrema, en la segunda cadena (UHF) y con una audiencia que para sí quisiera hoy cualquier canal, exige el monopolio estatal. Es posible, aunque no haríamos mal en mirarnos al espejo y preguntarnos por qué en Francia pudo mantenerse en pantalla con gran éxito e influencia el programa de literatura ‘Apostrophes’, de Bernard Pivot, después de llegar la televisión privada en 1984.

En la historia del duopolio privado español, que ocupa la mayor parte de la etapa con ‘competencia’ hasta hoy, hay episodios incomprensibles, como el apoyo incondicional del Gobierno del PP al grupo que levantó una cadena consagrada a triturar todos los días del año a la derecha a partir del humor humillante ‘ad hominem’ y de supuestos programas de debate trucados que apostaron por Podemos. No descarto que la explicación que circula sea cierta: Rajoy, o Sáenz de Santamaría, habrían aprobado, y aun impulsado, tal apuesta a fin de romper la izquierda para siempre en dos partidos, imposibilitando que vencieran a una derecha unida. Si es así, no podían equivocarse más: la derecha se rompió también y La Sexta les hundió. Debieron haber recordado lo que le había sucedido, en otro punto del espectro ideológico, al presidente socialista Mitterrand cuando se puso a alimentar a Le Pen para quebrar a la derecha con similares intenciones: eternizarse en el poder.

Hasta aquí uno de los episodios incomprensibles. Pero merece la pena recordar otro que resulta, tristemente, demasiado comprensible: la supresión de la publicidad en TVE por Zapatero, una decisión que aumentó en 500 millones de euros el pastel de las privadas cuando la crisis de 2008 se traducía ya en recortes de las empresas anunciantes en inversión publicitaria. Al fin y al cabo, el ente público podía disparar con pólvora del rey (nuestros impuestos), y seguiría siendo obediente, mientras el duopolio, que salvaba la vida gracias al presidente hoy devenido en lobbista, quedaría eternamente agradecido. Por supuesto, esa es una de las cosas que Rajoy no cambió. Porque lo cierto es que Rajoy no cambió nada salvo la presión fiscal. Ahí fue audaz: el IRPF subió por encima de lo que pedía Izquierda Unida.

Afortunadamente, ese mundo de prebendas, altas barreras financieras de entrada y concesiones de cadenas generalistas con contraprestación política implícita (explícita en los despachos) se está yendo por el desagüe en la misma medida en que una masa crítica le da a su televisor un uso diferente al tradicional. Once millones de personas ya. Sumen a los que ni siquiera encienden la tele porque sus únicas pantallas son las del móvil, la tablet y el ordenador. Sin ningún valor estadístico, yo no conozco a casi nadie que vea televisión generalista con marchamo más que de forma excepcional. En mi caso, cuando me siento de noche ante al aparato solo exploro el mundo agonizante para ver un trozo de programa: el rosco de ‘Pasapalabra’. Voy directo a él, saltándome todo lo anterior, donde están la publicidad y la ideología. Porque todo está lleno de ideología en los programas de entretenimiento: de la selección de invitados al alardeo moral criticando ¡a Hombres G! Por supuesto, las plataformas rebosan también de ideología, pero solo te la tragas si quieres; dispones de infinitas series, películas y documentales donde elegir. Por fin, están las pequeñas televisiones o sus logrados remedos ‘online’. Dicen que esos modestos medios son cámaras de eco. Como si TVE, La Sexta o Cuatro no lo fueran.