Jon Juaristi, ABC, 29/7/12
La recuperación de la democracia en el País Vasco exige una lealtad sin trampas a la letra del Estatuto
EN octubre de 1925, Miguel de Unamuno, desde Hendaya, inició los trámites para vender su casa familiar de Bilbao. En el exilio que le había impuesto su oposición a la Dictadura de Primo de Rivera —en rigor, un exilio elegido por él mismo desde que, año y medio atrás, el dictador le levantara el confinamiento en Fuerteventura—, el escritor necesitaba dinero para paliar sus propias estrecheces y las de la familia que había dejado en Salamanca, cuya Universidad había dejado de pagarle el sueldo de catedrático. Pidió a un amigo bilbaíno, el abogado Ramón de Madariaga, que se encargase de asesorar a los suyos en todo lo referente al papeleo que llevaría la enajenación de la vivienda, el viejo piso de la calle de la Cruz. Vendido éste, se quitó de encima el peso de la patria de campanario, lo que mejoró su salud.
Ramón de Madariaga fue uno de los personajes más destacados de la generación vasca del fin de siglo. Coetáneo de Unamuno, estudió Derecho en Londres y ejerció como delegado de la Lloyd’s en España. Dirigió durante muchos años el pequeño partido republicano federal en Bilbao y, tras la caída de la Dictadura, auspició la creación de Acción Nacionalista Vasca, uno de cuyos fundadores fue su hijo mayor, Nicolás, asimismo abogado y de formación oxoniense. Un hijo de este último, Julen Madariaga, que también estudió Derecho en Oxford, fundó ETA en 1959.
En 1930 la Sociedad de Estudios Vascos encargó a Ramón de Madariaga la redacción de un Estatuto de Autonomía para la región, que sería la base de los subsecuentes Estatutos vascos, el frustrado de las Gestoras, y el que la II República terminó concediendo a Euskadi en octubre de 1936, ya en plena guerra civil. En su proyecto inicial, Madariaga trató de suavizar, moderándolas y admitiéndolas en parte, las exigencias de los nacionalistas, que pretendían imponer a los inmigrantes un plazo desmesurado de residencia en el territorio vasco antes de concederles el derecho al voto. En el Estatuto de 1936, como en el actualmente vigente, tal derecho se hizo derivar del mero avecindamiento, sin plazos de ningún tipo.
El nacionalismo vasco no se resignó a esta solución y todavía en vísperas del Estado de las Autonomías especulaba con la posibilidad de introducir restricciones estatutarias a los derechos de la población inmigrada, pero, afortunadamente, prevaleció el criterio administrativo de la residencia frente a cualquier apelación, por mitigada que fuera, a un ius sanguinis. Sería una triste paradoja que algo parecido se nos colara ahora con el pretexto de resarcir a los vascos que tuvieron que abandonar su tierra amenazados por ETA, entre los que me cuento. La recuperación en el País Vasco de una democracia gravemente deteriorada por el terrorismo exige el respeto estricto a la letra del Estatuto, y en particular a su artículo 7, que establece la residencia como requisito a la vez suficiente y necesario para la participación en las elecciones autonómicas.
Muchos de los que se fueron por motivos de seguridad o, simplemente, por repugnancia ante la degradación moral de la vida en común, mantuvieron su vecindad administrativa en la región vasca. En su caso, no existe impedimento alguno para el ejercicio del voto autonómico. Otros nos avecindamos en las comunidades anfitrionas, que son las nuestras desde entonces. Si alguno se muere de nostalgia por votar en su belén originario, la solución es fácil: que se empadrone de nuevo en aquella abundancia de madariagas. Los que, como Unamuno en su día, optamos en el nuestro por la ancha Castilla, votemos en nuestras autonomías respectivas, y que nadie maree la perdiz.
Jon Juaristi, ABC, 29/7/12