FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD, 10/09/13
TEO URIARTE
Mientras la cadena independentista catalana se alargaba por carreteras, caminos, y veredas, clamando por la secesión de una forma festiva, potente e ilusionante (todos los nacionalismo en sus inicios son ilusionantes para finalizar en tragedia), ni siquiera las goteras en la cámara de la soberanía del pueblo español podían evitar el trascendente tema en el que el PSOE remarcaba su estrategia de oposición política: el caso Bárcenas. Inasequible al desaliento, sin ni siquiera mirar a sus filas diezmadas por las nuevas imputaciones de los ERE, prosigue en su afán, como si no hubiera ni otro ni mayor problema.
Cual un toro encelado en el capote, la oposición socialista pasa de la política para herir a su adversario con la corrupción de la que él mismo no es ajeno, encadenándose con ella a éste para hundirse ambos en las profundidades de las encuestas electorales. Una acomodación bárbara y reaccionaria de la política a la estrategia militar de tierra quemada. Mientras tanto la secesión, la opción de huir de todo esto, se hace inevitable, y acabará contagiando a otras comunidades, que como la vasca, tras el fracaso del Plan Ibarretxe, está mostrando, de momento, un seny envidiable. Pero si la política nacional sigue siendo en exclusiva los Bárcenas o los ERE no es de extrañar que haya gente que se quiera escapar de este desastre no sólo mediante la secesión, como parte de los catalanes, sino mediante una abstención que será la muestra palpable de la desafección con este sistema de partidos que tanto el PSOE, que ha gobernando más, como el PP nos han acabado de montar.
Mas, al que desde la Villa y Corte se le tilda de aventurero y de buscar la tumba política de su partido como si fuera un aventado, ante la enormidad de la crisis financiera de la Generalitat y el colapso del empuje catalán (y la corrupción que también le afecta), opta por la salida política, por una salida nacionalista de manual, según el comportamiento de todo nacionalismo que se precie. Y lo hace ante el vacío de política, de discurso político, y, por supuesto, de política nacional, que sus más obligados protagonistas, el PP y el PSOE, debieran sostener.
Mas, si le observamos con tranquilidad, es la consecuencia del vacío político español actual tras el disparate que gestó Zapatero y el tripartito catalán, liderado por el PSC, del nuevo Estatuto catalán que salió inconstitucional de unas Cortes cuya comisión correspondiente presidía nada menos que Alfonso Guerra (que volvió a salir diputado). Esto desencadenó la espiral nacionalista catalana. Lo de ahora, el silencio político español, no hace más que fomentarlo. Pero yendo al principio del cáncer quizás tengamos que simplificar señalando que el origen del mismo sea el PSOE, y con esa muleta el Gobierno del PP, si alguna vez se le ocurre a Rajoy decir algo sobre el separatismo catalán, o una búsqueda de solución con reforma constitucional incluida, difícilmente puede hacer un aseada faena.
Porque un problema de la envergadura del reto secesionista catalán sólo tendrá solución si existieran consensos en política de Estado, al menos, entre los dos grandes partidos, que debieran haber mantenido el acuerdo mínimo nacional que surgió en la Transición. Pero en un país que en lo político es de cartón piedra y el edificio para el encuentro soberano está lleno de goteras, no es una nación, porque no existe una política mínima que la sostenga. Seguiremos con Bárcena y los ERE como temas estelares, y Mas haciendo política ante un adversario que no tiene, pues la oposición se encargará de achacar al PP la responsabilidad de los excesos que nos dirigen al caos.
El día que abría el nuevo periodo de sesiones, el de la sesión de Bárcenas, el de las goteras y la cadena, sólo se le ocurrió a Rubalcava acordarse de la política en los pasillos mencionando la necesidad de reforma constitucional, inculpando al PP, como no podía ser menos, de la actual osadía del nacionalismo catalán, a la vez que mentaba la reforma federalista cual un sortilegio. Es evidente que el líder de la oposición poco interés ha tenido en preocuparse por la solución que Stéphane Dion, promotor de la Ley de la Claridad para el Québec, ha ofrecido. Solución consistente en acordar un proceso con los secesionistas que acabe en un referéndum de autodeterminación si llegara el caso, porque el ex ministro canadiense, país federal desde su origen, partía de la tesis que los nacionalistas no están interesados más que en la creación de un estado propio, siendo ineficaces, e incluso contraproducentes, las ofertas reformadoras oportunistas o el incremento de competencias autonómicas.
Al ser los nacionalistas refractarios a cualquier acuerdo que no sea la consecución fáctica de la independencia -sin mencionar que lo que Pere Navarro considera federalismo, que ya existe en nuestro entramado constitucional actual, lo desvirtúa en confederalismo (formula política inviable) al añadirle el “derecho a decidir” convirtiendo a Cataluña en entidad soberana- le haría bien al PSOE preocuparse por la solución canadiense y olvidarse de ese federalismo contradictorio, más cercano a la confederación que al federalismo, complicando de esta manera más la situación. Un repaso, por otro lado, a los orígenes de la guerra de secesión americana viene bien para aclarar la diferencia entre federalismo y confederalismo.
El descubrimiento, realizado hace tiempo en Euskadi, de que los nacionalismos son más refractarios al federalismo que a la fórmula de difuso federalismo actual de la España de las autonomías, sería suficiente para que el PSOE dejara de intentar engatusarnos con ese conejo sacado de la chistera de su falta de compromiso constitucional, hijo del expontaneísmo anarcoide surgido en su última etapa. La política es un ejercicio serio y noble resultado de una reflexión intelectual previa, si no queda en un nada por aquí y en un nada por allá, y lo que sale de la chistera es un engaño.
Por el otro lado, aún reconociendo la labor del Gobierno del PP por sacarnos de la crisis económica, debiera descubrir que además está ahí para ejercer un liderazgo político que exige discurso, pues de su silencio surge esa mayoría, o minoría, silenciosa que dejará de existir precisamente por su silencio, como ha pasado en toda sociedad presionada por un nacionalismo. El Gobierno no puede esconderse en el chiquero de la legalidad y ceder en Alvert Rivera el monopolio del discurso democrático en Cataluña. Se daría, de nuevo, la aberrante costumbre española de declararse en huelga el Gobierno cuando no tiene ni idea qué hacer. Sin duda alguna, la común idiosincrasia de los dos grandes partidos, PP y PSOE, fomentada por su única labor de preocuparse por el poder y el abandono de la cosa pública, les lleva a la adopción burocrática del silencio político. El PP y el PSOE pueden camuflar sus limitaciones en los shows sobre la corrupción, pero los nacionalistas no, porque están mucho más cercanos al discurso político, y porque le es muy útil. Otra cosa es que ese discurso tenga la inmensa tara de no ser democrático.
Pero hay que insistir en que el Gobierno y su partido no se puede atrincherar en la ilegalidad de la consulta catalana, que lo es, porque lo que tanta irresponsabilidad política y tanto silencio ha creado no se puede solventar, ante un incremento de las masas independentistas, de esa manera. Hay que arbitrar como en el Québec formulas para tramitar una voluntad que es claramente evidente. Y entonces veríamos que el nacionalismo no está por una solución pactada, democrática, posiblemente se acabaría por aplicar la ley, pero se habría hecho desde la nación y tras un discurso político democrático, y quizás esa mayoría o minoría silenciosa empiece a dejar de ser silenciosa.
Mientras, desamparados, indignados por el espectáculo de patio de corrala de sus señorías (en las corralas zarzueleras al menos no había goteras), nos resignamos ante el proceso abierto hacia los reinos de Taifas en el que está cayendo la democracia española, primer reino de taifas el del PSOE, por su abandono constitucional, al que seguirán las comunidades autónomas que se bautizaron históricas. Resignados ante todo esto.