José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Más allá de la rendición de Ucrania y la seguridad de Europa, el caos creado por Trump trata de imponer los hechos sobre el Derecho y la fuerza sobre la ley

Todos mis recuerdos de aquel trágico 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones kamikazes se lanzaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, son sobrecogedores. Pero hay uno que mantiene toda su viveza y del que dudo que vaya a poder desprenderme en lo que me queda de vida. Se trata de aquella densa polvareda grisácea que envolvió el barrio neoyorkino de Manhattan durante varios días en un aire fantasmagórico. Fue la más expresiva metáfora del aturdimiento en que la ciudad y el mundo entero quedaron sumidos, incapaces de reaccionar y acertar la mano con la herida. Muchas de las medidas que se adoptaron en los días inmediatamente posteriores a los trágicos sucesos, aparte de las más obvias del desescombro de cascotes y rescate de cadáveres, tuvieron el carácter común de atolondrados palos de ciego. Hizo falta tiempo para que se calibrara en su justa medida la envergadura de lo ocurrido y se pusieran en práctica reacciones que, aunque entonces se creyeron idóneas, no resultaron ser, como hoy sabemos, las más acertadas. Tal era el aturdimiento.

Me permito la osadía de hacer metáfora de aquella tragedia para aplicarla a lo que está sucediendo estos días. Salvando las diferencias en su naturaleza y en sus efectos inmediatos, la consternación que ha causado la brusca irrupción de Donald Trump en la política mundial no es del todo diferente a la que produjo aquel acontecimiento. En ambos casos, con el terrorismo, en uno, o la creación del caos, en otro, el desorden causado en la política mundial y la desorientación inducida en sus gestores han sido similares. El frenesí de viajes, cumbres y reuniones que se han sucedido estos días, sin claros propósitos y con inciertos resultados, está siendo síntoma, más que de una determinación que infunda confianza, de un nerviosismo y un desconcierto que desaniman y asustan. Como ocurrió tras el fatídico 11-S, hará falta tiempo para calibrar la envergadura de lo ocurrido y evaluar la gravedad de sus efectos.

De momento, la atención se ha centrado, como no podía ser de otro modo, en lo inmediato. La preocupación de Europa por el futuro de Ucrania, así como por su propia seguridad, a raíz de las decisiones que se anuncian desde el otro lado del Atlántico, es la que se ha disparado, expresándose en billonarias inversiones armamentísticas. Pero la urgencia de atender a lo inmediato, como son, sin duda, los asuntos citados, no es excusa para que el liderazgo europeo deje pasar por alto otros problemas de largo alcance y mayor impacto en nuestro modo de vida. Conviene hacer, por ello, una llamada de atención sobre lo que de verdad supone el manotazo en el tablero del orden mundial que se ha atrevido a dar la nueva Administración estadounidense, con sus desaprensivos líderes a la cabeza. El objetivo que éstos persiguen va, en efecto, mucho más allá y es mucho más temible que el que a primera vista aparece.

Hablamos, a este respecto, de la suplantación de la política democrática por la fuerza pura y dura o, si se prefiere, su despojamiento de todos aquellos aditamentos y condicionantes que, en la forma de normas y valores, de Derecho sobre el hecho, la habían convertido, a lo largo de la historia de Occidente, en la actividad más digna y noble a la que el ciudadano puede dedicar sus esfuerzos. Que a nadie sorprenda tan rotunda afirmación. La mala y merecida fama que ha cosechado la política actual no es de hecho sino la expresión del reconocimiento retrospectivo y nostálgico, si se quiere, de la dignidad y nobleza que en ella se añora. Y, a este respecto, la reducción de la política a fuerza y poder desnudos, a mera facticidad sin connotaciones éticas, al modo en que la ejercen los nuevos autócratas mundiales, sea cual sea su procedencia o adhesión ideológica, es la gran amenaza que, más allá de los casos concretos de Ucrania y la seguridad europea, pone en riesgo las bases mismas de nuestra civilización.

A este propósito, al margen de esas fuerzas que acosan a Europa desde fuera, el problema es que ella misma se desarrolla minada de amenazas y peligros que la acechan desde su seno. Y, desnudados ya quienes lo hacen al descubierto, conviene también desenmascarar a quienes, por pusilanimidad, se resignan a esas cobardes actitudes de «es lo que hay» y «así son las cosas» que, tras hacer primero entendibles los motivos del enemigo, se inclinan luego por hacerlos propios y llevarlos a la práctica. La resistencia se hace así, además de inútil, estúpida y vergonzosa. Mientras que el desistimiento nos devuelve a un pasado del que nos ha costado siglos, si no milenios, escapar. La barbarie.