JAVIER GARCÍA ROCA-EL MUNDO
El autor advierte del riesgo que supone para la estabilidad política no abordar las urgentes reformas que requiere nuestra democracia, conjugándolas con acuerdos concretos en educación, lenguas y financiación.
SE HA PRESENTADO en el Senado el Informe de las Comunidades Autónomas que redactamos una treintena de expertos desde hace tres décadas. Se discute en un foro entre políticos, altos funcionarios y profesores, y de ahí su interés para tomar el pulso del Estado autonómico, donde se ha convertido en una referencia. Junto a la crónica de cada comunidad y cuestiones transversales, hemos debatido sobre la despoblación y el envejecimiento, y los menores emigrantes no acompañados, cuestión donde las administraciones –una vez más– no acaban de colaborar y coordinarse.
En 2018, ha continuado la aplicación del artículo 155 CE en Cataluña, prudentemente diseñada, pero que ha durado 202 días. Sin embargo, el conflicto político permanece tras levantarse la intervención y, por la misma excepcionalidad de ese control, no puede reproducirse constantemente en un Estado de derecho. El llamado procés condiciona el funcionamiento de todo el Estado: la reforma de la financiación, la estabilidad gubernamental, o la aprobación de los presupuestos que otra vez no se ha producido en tiempo. La llegada al Gobierno del PSOE ha supuesto un cambio de estrategia, creando vías de comunicación, pero no es sencillo dialogar con quien hace del enfrentamiento y la ilegalidad su condición de existencia. Se han convocado conferencias sectoriales, reactivado la comisión bilateral, desistido de recursos y celebrado un Consejo de Ministros en Barcelona. Pero, pese a estos buenos intentos de rebajar la tensión, sigue sin haber un acuerdo siquiera sobre el método de solución del conflicto. Algo debe hacerse.
La aprobación de una moción de censura constructiva ha demediado el año en dos Gobiernos distintos. El actual en funciones es el tercer Gobierno minoritario en tres años. Tuvimos un parlamento colgado durante 310 días que no pudo investir siquiera un Presidente. Otro durante casi dos años, con una escasa mayoría, y el presente. Nuestra vieja cultura política sigue sin adaptarse a la nuevas realidades. Existen una docena de partidos en el Congreso y puede que sean ahora cinco grandes. Un pentapartidismo imperfecto y un pluripartidismo extremado con dos enclaves de agrupación: derecha/izquierda, unitarios/nacionalistas. Un parlamentarismo fragmentado demanda gobiernos de coalición o acuerdos de legislatura como ya ocurre en las comunidades autónomas. Entre las consecuencias negativas: parálisis legislativa, hipertrofia de los decretos-leyes, ausencia de renovación de los órganos de designación parlamentaria y el sinsentido que supone que la Mesa del Congreso se haya convertido en un contrapoder del Pleno. Se han aprobado el año pasado 28 decretos-leyes, bastante más de la mitad de las leyes. Es difícil creer que existiera verdadera urgencia en todos esos casos o que no interfieran en materias vedadas. Es una forma autoritaria de legislar y hace mucho tiempo que hemos adquirido este vicio. El fin no justifica los medios. Por más que casi todas esas disposiciones se empezaran a tramitar como leyes de conversión tras convalidarlas, y que algunas sirvieran para recuperar derechos sociales perdidos; mas esas iniciativas han decaído con la disolución de las Cortes.
Otra novedad es que se ha reformado el Estatuto de Canarias y su régimen económico y fiscal. Entre los retos, continúa sin revisarse el modelo de financiación, algo que empieza a ser una mala costumbre, pese a que tengamos ya un buen informe de expertos, y la recaudación tributaria vaya recuperando su nivel tras la crisis. La ley para la mejora de la calidad educativa, la ley Wert, ha sido declarada parcialmente inconstitucional, lo que revela la necesidad de alcanzar un pacto de Estado en educación, sin seguir con tantos vaivenes legislativos que a nadie benefician.
Junto a estos retos, la suspensión del autogobierno en Cataluña, la larga prisión provisional de los dirigentes secesionistas y su enjuiciamiento por incumplir las leyes tienen visos de tragedia. Mientras no culminen los procesos ante el Tribunal Supremo y previsiblemente ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no es de esperar que se rebaje la tensión y los secesionistas comiencen a preocuparse de la realidad de las cosas. La falta de acción de gobierno de la Generalidad es acusada.
FINALMENTE, pero no menor en importancia, haber decidido no reformar la constitución territorial, o diferirla sine die, por no ser capaces los partidos de alcanzar acuerdos, tiene serios costes. Toda mera ingeniería alberga límites. La comisión para la evaluación del Estado autonómico ha concluido sus trabajos tras 249 comparecencias y escasos resultados. Sin embargo, la vaguedad de las reglas sobre competencias en un inmenso bloque de la constitucionalidad, zurcidas una y otra vez hasta la saciedad, y sobre financiación y lenguas no ha desaparecido. El lugar en la agenda de la reforma territorial y de otras cuestiones con supremacía, como son los derechos sociales y la representación política, se ha ocupado este año por propuestas accidentales. Todas las reformas no pueden hacerse a un tiempo, es preciso elegir y algunas de las discutidas este año, como los aforamientos, pueden realizarse sin reformas constitucionales.
El Gobierno parece haber perdido interés por la reforma constitucional ante la falta de aliados. Se abre un compás de espera hasta calibrar la nueva mayoría. Por el momento, conviene no representar farsas: acciones fingidas para aparentar. Carlos Marx decía con elegancia, releyendo a Hegel, que los grandes hechos se producen dos veces: una como tragedia y otra como farsa, esto es, acciones realizadas para aparentar. Los hombres no hacen su propia historia a su libre arbitrio sino bajo las circunstancias que trasmite el pasado. Se ha creado una Comisión parlamentaria para la reforma del Estatuto del País Vasco, y se ofrece ahora reformar el Estatuto de Cataluña. Me temo que no hay margen para una operación de tal calado sin la previa reforma constitucional. Aprendamos del episodio de la ambiciosa reforma del Estatuto de Cataluña en 2006, que intentó una mutación de la Constitución, y acabó como acabó, y no reproduzcamos los mismos errores. Mientras tanto, intentemos conocernos mejor y coger cariño y comprensión… pactando concretos acuerdos en materia de educación, lenguas y financiación. Ya es mucho.
Javier García Roca es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense y codirector de este Informe que edita el Instituto de Derecho Público de la Universidad de Barcelona.