Aunque el paso del tiempo le ha restado lustre y ha dejado al descubierto unas cuantas miserias, la Transición sigue siendo un ejemplo más que aceptable de buen hacer político. Es cierto que para hacer posible el tránsito de la dictadura a la democracia se corrió un tupido velo sobre demasiadas cosas. Como también, que los herederos del franquismo, además de impunidad, lograron retener importantes parcelas de poder.
Aun así, derechas e izquierdas, posfranquistas, progresistas y muchos nacionalistas llegaron al convencimiento de que sólo de esta forma, y con espíritu de entendimiento, sería posible dejar atrás la dictadura. Y así fue.
Hoy el pacto constitucional de 1978 está en peligro. No sólo porque Podemos y el independentismo lo cuestionan abiertamente. El revanchismo destructor en el que se han embarcado PP y PSOE debilita día tras día nuestra estabilidad.
El desgaste que ambos han sufrido en las urnas, fruto de la corrupción y de años de mal hacer, no ha sido suficiente para moverles a la reflexión y a la autocrítica. Al contrario. El entendimiento entre bloques cotiza a la baja. Es cierto que no se trata de algo reciente. Que la crispación arrancó con Aznar contra Felipe González y con el PSOE contra Aznar. Siguió con los conservadores contra Zapatero y con Sánchez contra Rajoy. Pero nunca se había desatado una guerra sin cuartel como la que enfrenta a Casado con Sánchez. ¿Entendimiento? ¿Consenso? ¿Y eso qué es?
España ha tenido ocho leyes de educación en cuatro décadas de democracia. Casi siempre por la obsesión de unos de desmontar lo hecho por el adversario. Resultado: un sistema educativo con notables carencias, como reflejan todos los ratios internacionales.
PP y PSOE, PSOE y PP, siempre se habían repartido los denominados órganos constitucionales. Eso sí, antes al menos se guardaban las formas y se elevaba a tan jugosas poltronas a personas con notables currículos. Ya no. Los dos grandes no quieren sorpresas y promueven para los cargos a candidatos que les garanticen que seguirán sus deseos a pies juntillas, sin importar los tachones que tengan sus currículos, como por desgracia se ha visto esta semana en el Congreso.
Superado el terrorismo, nuestros grandes problemas hoy se llaman desempleo -en especial el juvenil y el de los mayores de 50 años-, precariedad laboral y unos salarios especialmente bajos para demasiados trabajadores. Son las consecuencias de la legislación laboral que alumbró el PP en 2012 para salvarnos de la intervención europea. Un marco que ha dado evidentes resultados económicos, sí, pero a costa de empobrecer y precarizar a millones de personas. Aquella reforma, que volcó las relaciones laborales del lado de los empresarios, sólo recibió el apoyo de estos. Los sindicatos y la izquierda, ambos en horas bajas, quedaron a un lado.
Hoy Gobierno, oposición, empresarios y trabajadores están llamados a pactar otro modelo. De momento no es seguro ni que los socios -tras sus pugnas públicas de las últimas semanas- vayan a ponerse de acuerdo. No digamos ya que el PP vaya a validar el compromiso final. O que sindicatos y empresarios estampen su firma juntos.
El Gabinete Sánchez, presionado por una Europa que amenaza con dejarnos sin los fondos para la recuperación si el proceso no culmina en acuerdo, ya ha filtrado su disposición a renuncias importantes. No se limitará la temporalidad a las empresas al 15%. Y no se tocarán las indemnizaciones por despido.
Ojalá la CEOE recorra ahora idéntico sendero. Los empresarios deben entender que el actual marco laboral exige correcciones. Margen para el acuerdo hay y se necesita. Veremos si llega.