Fabián Laespada-El Correo

  • Hasta 853 personas que no debieron irse, por lo visto. Pero alguien se las llevó por delante, ETA. Y esa llamada izquierda abertzale alimentó a la serpiente

El 8 de noviembre de 1991, el Ayuntamiento de Erandio expresaba su dolor y repulsa por la muerte del niño Fabio Moreno, de dos años, asesinado el día anterior con una bomba lapa adherida a los bajos del coche de su aita. La izquierda abertzale (HB) rechazó la moción del pleno, votó en contra, como era habitual. Los detalles de este horrible atentado -como todos, sin duda- son de una crueldad infinita: la bomba lapa estuvo alojada tres días debajo del asiento; quienes la colocaron sabían que Antonio, el padre de Fabio, solo usaba el coche para trasladar a la familia y que el matrimonio tenía dos hijos muy pequeños. Martínez Izagirre, ‘Javi de Usansolo’, sabía lo que hacía: no solo atentar contra un uniforme, sino crear un daño adicional superior: llevarse por delante a niños o a quien sea. Alex, el hermano mellizo que salió con vida, contaba hace poco que siempre ha sentido una ausencia extraña a su lado. Y Antonio y Arantxa, los padres, quedaron destrozados para siempre; porque hay heridas cauterizadas, sí, pero sangran a menudo y, además, casi nadie se acuerda de esto.

La actitud de HB ante esos atentados no solo era de displicencia absoluta, rozando la chulería arrogante de quien sopla el cañón del arma humeante, sino que tenía la desfachatez de increpar a los demás y culpar de los atentados a un complicado sujeto, existente solo en sus mentes dementes. Todos eran responsables de las ‘ekintzas’ de ETA, excepto ellos, que nos mostraban el camino para que aquello no ocurriera: negociar la alternativa KAS y pasar por el aro de sus caprichos. Como detalle final y para entender la catadura cavernícola de esta gente, el asesino de Fabio -recuerden, un niño de dos años- fue recibido entre vítores, ikurriñas y algarabías, como un auténtico héroe, en Galdakao, hace bien poco.

En 2008, desde Gesto por la Paz invitamos a Antonio a unas jornadas dedicadas a los testimonios de víctimas. Después de desgranar todo ese calvario de dolores y recaídas, algo que dijo nos llamó la atención: todo era un dolor inútil, pero que «la muerte de mi hijo carecería del único sentido que nos permite cierto consuelo a la familia, y es que sirva de referente a generaciones futuras, que no puedan reproducirse nunca más hechos así». La generosidad de Antonio, de Arantxa y Alex fue y sigue siendo ejemplar.

El 7 de noviembre de 2001, hoy hace 20 años, un compañero irrumpió a primera hora en clase y nos contó lo de José Mari. ETA había asesinado a Lidón, nuestro sonriente y simpático compañero de la Universidad de Deusto. Aturdido, sin aire y sin saber qué decir más allá de varias interjecciones rabiosas, suspendimos clases y montamos una mesa informativa con un comunicado de condena y absoluto rechazo al fascismo impuesto por las armas.

Marisa, que iba al lado de José Mari cuando lo acribillaron a balazos, nos contó años después que le habían roto la vida y privado completamente de la felicidad. «Del dolor se sale, porque no queda otra, pero la herida está ahí y cada día echo más de menos -curiosa ironía- a José Mari. Éramos muy muy felices y nos rompieron el alma. Ahora, ya ves, con los nietos tan maravillosos que tengo y él no puede disfrutarlos; pero tampoco ellos pueden jugar con él, porque mira que era chiquillero…»

Y hace un par de semanas tuvimos que oír del portavoz de la izquierda abertzale que todo eso no debía haber ocurrido, como si en Hipercor se hubiera caído el techo de repente, como si los cuarteles de la Guardia Civil los hubiera derribado un rayo, con todas sus niñas dentro, como si al pobre Fabio se lo hubiera llevado un accidente de tráfico y a Lidón le diese un infarto al salir del garaje de su casa. Y así hasta 853 personas que no debieron irse, por lo visto. Pero es que alguien se las llevó por delante. Y precisamente fue ETA, ese brazo armado tan nutrido de gente aguerrida y más abertzale que nadie, quien ejecutó por doble o triple partida a todas y todos ellos. Y esa llamada izquierda abertzale alimentó a la serpiente con sus proclamas, incitaciones, odios al aire, pintadas, dianas, cartas, anónimos, posters con retratos a eliminar, canciones convertidas en himnos premonitorios, ‘ongi etorris’ a quienes asesinaron, manifas constantes para exaltar la violencia… Y acoso, mucho y variado acoso en la calle a quienes, por ejemplo, protestábamos en silencio por la muerte de tanta gente inocente o reclamábamos la libertad de un secuestrado. Y el señor Otegi dice que no debió suceder. ¿Dónde estaba él para evitar que sucediera?

Esta sociedad, que ha padecido sufrimientos, chantajes y variedad de sangres, necesita que quienes produjeron, animaron y sacudieron los avisperos del odio hagan sus reflexiones en la intimidad, que no resuciten de repente con una frase ingeniosa que quiere parecer el parto de los montes. No cuela. Sobre todo, si a renglón seguido les sale su verdadera alma: ‘Qué, ¿hablamos del conflicto?’.