Lorenzo Silva-El Español
Como sin duda se pretendía, ha llamado mucho la atención el estreno del exvicepresidente Iglesias como columnista. Tal vez no tanto por el texto, que no sabe uno cuántos habremos leído con atención hasta el final, como por esa ilustración en la que se ve una pistola Luger (naturalmente, no iba a ser un AK-47, a pesar de haber causado muchas más muertes) con las siglas de PP y VOX. La imagen, que no necesita exégetas sutiles, asocia de manera inequívoca las siglas así expuestas a la oscura galaxia del fascismo, además de señalarlas como foco de violencia. En resumen: como algo con lo que resulta imposible convivir.
No interesa en estas líneas analizar la manera concreta en que el texto desarrolla esa imagen, promoviendo la confrontación con unas ideas a las que se les niega, así como a quienes osen profesarlas o votarlas, toda posibilidad de inclusión en el tejido ciudadano común. Interesa resaltar esta dinámica que convierte el debate político en contienda que no hace prisioneros, y a quien discrepa de la propia visión del mundo en un enemigo a quien hay que negar como sea cualquier espacio y erradicar del proceso de toma de decisiones. Arrinconarlo en una especie de gulag simbólico, si no conducirlo a un metafórico paredón.
No es el exvicepresidente el primero ni el único de los que entre nosotros se han dado y se dan en los últimos tiempos a un deporte tan pernicioso para la concordia y la paz civil, además de letal para la prosperidad, que en cualquier comunidad exige solidaridad y consensos profundos y a largo plazo. Mirando al pasado no tan lejano podemos recordar a un general superlativo y unos pistoleros con txapela que practicaron idéntico apartheid entre sus conciudadanos, con el triste resultado, entre otros, de fumigar el talento de los disidentes y comprometer así el futuro y la dignidad de las sociedades de esta guisa segmentadas.
Pero lo realmente alarmante es que tampoco está solo en el presente: ni en la denegación de ciudadanía al discrepante ni en la oblicua (o no tan oblicua) invitación a combatirlo con todas las armas disponibles. No hace mucho el president imaginario de la no menos imaginaria República Catalana buscaba enardecer a los suyos exhortándoles a considerar que llevar la quimera que comparten de las musas al teatro iba a exigir un desgaste en las calles que cada cual podía interpretar como mejor quisiera. Que lo de la mesa de diálogo de Esquerra y el Gobierno de Sánchez es un pasatiempo para cobardicas y harán falta más agallas.
Ya nos lo imaginamos apretando los dientes y calando la bayoneta en el maletero de un coche, su puesto de combate en la batalla anterior. Pero lo peligroso de los incendiarios de almas ajenas no es la gasolina que llevan en su mechero, sino cómo pueden ayudar a inflamar a quienes sí andan sobrados de ella.
Y en cuanto al otro lado de la trinchera de la política patria, porque tablero ya hace tiempo que no tenemos ni lo esperamos, hay tres cuartos de lo mismo. La visión del que piensa otra cosa, incluso bajo el amparo de la Constitución vigente, como una suerte de antiespañol al que sólo cabe reducir, abatir o aherrojar (de momento también metafóricamente), unida a la extraña reivindicación (expresa o tácita, por acción o por omisión) de quienes en el pasado escogieron como solución política apuntar las armas de todos contra los ciudadanos que no habían votado a su gusto, cierra el círculo infernal en el que los fanáticos de acá y allá se retroalimentan (en potencia) hasta el infinito.
Aquella reconciliación de hace cuarenta años se basó en la renuncia de unos a las prácticas que tanto ayudaron a frustrar la Segunda República y de los otros a jactarse de quienes por cuatro décadas devolvieron a España al siglo XIX. Reventar aquella reconciliación consiste en deshacer lo uno y lo otro.