Turquía es el único país de la zona que parece haber consolidado la convivencia entre una fuerte impronta coránica y una democracia de inspiración laica. ¿Podrán los laicos tunecinos encontrar la estabilidad democrática conjurando a los durmientes islamistas? ¿Desaprovechará Al Qaida la oportunidad para hacerse con el poder en Yemen?
FUE en 1991. Argelia celebró la primera vuelta de unas elecciones razonablemente democráticas. No habían conocido los argelinos nada parecido desde los tiempos de la independencia, en 1962, cuando el Frente de Liberación Nacional se hizo con el poder tras la sangrienta rebelión contra Francia. Pero en las urnas se impusieron los islamistas y la segunda vuelta electoral nunca llegó a celebrarse. El ejército, y toda su cohorte de ineficacia y de corrupción, controló violentamente las secuelas de la frustrada experiencia electoral, desencadenándose una brutal contienda civil en la que militares e islamistas rivalizaron en barbarie. La guerra, de la que quedan no pocas secuelas, había dejado a principios del siglo XXI cerca de 200.000 muertos. Pero Argelia se había mantenido fiel al laicismo fundacional de la República, sus gobiernos garantizaron la estabilidad de los suministros energéticos a occidente y la comunidad internacional optó por mirar a otro lado.
Con acentos diversos, ese mismo dilema viene condicionando las opciones políticas de las democracias occidentales en sus tratos con los países árabes, tanto en el norte de África como en el Oriente Medio: sistemas autoritarios laicos o confesionales de vocación «moderada» que, enfrentados con el radicalismo islámico, garantizan una relativa estabilidad en las relaciones políticas y económicas con el mundo exterior. Entre el autócrata pro occidental o al menos neutro y la marea islamista las capitales del mundo desarrollado han optado por el primero, representación del mal menor, aun conociendo lo precario de la preferencia y lo incierto de su futuro.
Nadie desconocía la fragilidad interior de unos regímenes que nunca dudaron en usar la represión para acallar la disidencia mientras se mostraban incapaces de solucionar los problemas económicos y sociales de unas poblaciones abultadas en número y desprovistas de oportunidades. Bien por temor a irritar al tirano de turno, bien para no poner en peligro los sustanciosos réditos económicos de las relaciones comerciales, bien para garantizar la continuidad de los imprescindibles suministros energéticos, bien por el honesto convencimiento de que no había otra alternativa al peligro islamista, la timidez, cuando no abiertamente la complicidad, ha sido la nota dominante en el tratamiento de una situación potencialmente explosiva. En momentos puntuales, y habitualmente con delicada sordina, los americanos han utilizado foros públicos y privados para poner de relieve la peligrosidad de la situación. Recuérdese el discurso de Condoleeza Rice en la Universidad de El Cairo en 2005 reclamando democracia y reformas en los países árabes, en sintonía con las demandas democratizadoras que Bush había convertido en línea maestra de su aproximación a los países árabes. Hace todavía pocas semanas, antes del estallido en Túnez, otra Secretaria de Estado americana, Hillary Clinton, retomaba el mismo tema, en tonos que vistas las circunstancias aparecen como premonitorios. Las filtraciones de Wikileaks —para algo habían de servir— confirman que en privado los representantes americanos iban más lejos que en público con sus interlocutores árabes.
La lista de los potenciales focos de conflicto es larga y se extiende desde el Mediterráneo occidental hasta el oriental, pasando al Oriente Medio —y proyectando una sombra alargada hasta los países islamizados, bien que no árabes, del Asia Central—, y así, en un primer y apresurado recuento, nos encontramos con Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Jordania, Líbano, los Emiratos, Kuwait, Arabia Saudita y Yemen. No tardará Siria en sufrir los mismos dolores de parto. El estallido tunecino ya ha encontrado eco en Egipto y Yemen. Las apuestas sobre la generalización del contagio se multiplican en número y en pesimismo. La preocupación recorre las cancillerías occidentales con una lenta y pesada letanía: no hay opciones de recambio.
Es verdad, no hay opciones de recambio en plazo imaginable. Resulta comprensible que la caída o la fragilidad del déspota, por ilustrado que resultara, sea motivo siempre de regocijo y celebración y nadie va a poner peros a esos sentimientos. Habría resultado más congruente que los que hoy celebran la salida de Ben Alí o piden la retirada de Mubarak hubieran exteriorizado las mismas alegrías cuando Saddam Hussein fue derrocado, pero, en fin para qué traer a colación ambiguas memorias del pasado: el tunecino se ha ido —le han echado, para qué andarse con rodeos—, el egipcio lo está pasando mal, al yemení no le sonríe el futuro, los jordanos ya están levantiscamente en la calle, los argelinos se lo deben estar pensando, Gadafi ha puesto sus barbas ralas a remojar después de lo que le ha ocurrido al vecino Ben Alí y el sultán marroquí oteando el complicado horizonte.
Si bien se mira, de ese arco islámico de crisis solo se salva Turquía, el único país que en la zona parece haber consolidado un sistema en el que convive una fuerte impronta coránica con una democracia de inspiración laica. Y como bien se puede comprender, no es para mañana la adopción del modelo turco en Arabia Saudita.
«Al Jazeera», la pinturera televisión catarí, amiga de los amigos de Bin Laden y enemiga de los regímenes árabes llamados moderados —es decir, amigos de los americanos— se ha cobrado una pieza importante al poner a los Ben Alí y Mubarak de este mundo en la picota y, como hiciera Marco Antonio en la oración fúnebre de Julio César, cabe utilizar la sorna para mantener que Brutus/ Jazeera son gentes «honorables». Pero y ahora ¿qué? ¿Va a conseguir El Baradei encabezar la revolución pacifica de la inexistente clase media egipcia? ¿Serán los laicos tunecinos capaces de encontrar la estabilidad democrática conjurando la presencia de los durmientes islamistas? ¿Desaprovechará Al Qaida la oportunidad de la revuelta en Yemen para hacerse definitivamente con el poder en el desértico y estratégico país? ¿Qué futuro le espera a la siempre frágil Jordania? ¿No estará acaso Irán esperando la ocasión para profundizar en la desestabilización de la zona a través de Hamas y Hezbollah? ¿Qué opciones políticas y estratégicas quedan para un Israel sometido a presión y a cerco? ¿Cuáles son las barajas residuales en manos de los americanos y sus aliados occidentales para promover estabilidad, prosperidad y democracia en la zona?
Que nadie derrame una lágrima por el sátrapa caído. Que nadie ahorre un grito a favor de la libertad. Que nadie pretenda traficar estabilidad con injusticia. Pero que nadie se llame a engaño: repentinamente abierta la caja de Pandora tardarán los vientos en volver a su redil. Quieran los hados que sus remolinos no nos cojan desprevenidos. Son muy traicioneros. Y soplan desde muy cerca.
Javier Rupérez, ABC, 2/2/2011