Revueltas

JON JUARISTI, ABC 25/08/13

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· La revolución árabe nos devuelve a nuestro propio pasado europeo, el de las democracias totalitarias.

Como Hannah Arendt observó, las revoluciones de las masas depauperadas desembocan en democracias totalitarias; las revoluciones de clases medias, en democracias liberales. Los miserables no tienen rasgos individuales y luchan, cuando lo hacen, por un ideal de justicia distributiva. Quien les ofrezca el reparto de la tarta se los llevará detrás. Las clases medias reclaman el espacio público y la libre expresión. Es lo que distinguió una arquetípica revolución de pobres, la Francesa, de una de propietarios, la Americana. La primera trajo el Terror, Napoleón y la restauración del absolutismo. La segunda, una democracia parlamentaria estable y garantista.

Las revueltas de los países árabes, que no se han producido contra monarquías absolutas, sino contra dictaduras nacionalistas (en Argel, Túnez, Libia, Egipto y Siria), han venido a parar en el islamismo, como antes las revoluciones nacionalistas de los mismos países contra potencias coloniales o monarquías absolutas terminaron en dictaduras de partidos militarizados. El régimen egipcio fue la expresión más rotunda de identificación del ejército con un partido nacionalista. El islamismo de los Hermanos Musulmanes muestra hoy, mejor que ningún otro ejemplo, lo que en el mundo árabe se entiende por revolución democrática.

Lo decisivo en el sesgo que vaya a tomar una revolución no es el sector social que la dirige, sino el que la lleva a cabo. Todas las revoluciones modernas han sido dirigidas por las clases medias. Casi todas han sido realizadas por los desposeídos. Quiere esto decir que el destino de la primavera árabe estaba cantado y tiene poco que ver con la condición teocrática de la Umma islámica. La Revolución Americana la encabezaron libertinos y teístas, pero la hicieron fundamentalistas cristianos. Lo importante es que eran fundamentalistas de clase media, comerciantes y granjeros autónomos.

Octavio Paz advirtió que las revoluciones de los pobres no son progresistas. Persiguen, por el contrario, la vuelta a una edad de oro en la que el ideal de justicia ya se habría alcanzado. Las revoluciones árabes no son una excepción a esta regla. Aspiran a la restauración del islam primitivo en el que la fraternidad de los creyentes habría sido perfecta, y en esto no hay diferencias entre las diferentes sectas porque todas buscan, precisamente, la abolición de las diferencias: sólo un mundo sin diferencias puede ser un mundo fraterno. Por eso el islamismo es inevitablemente sectario, pues la diferencia religiosa impide la reconstrucción de la fraternidad originaria. Los Hermanos Musulmanes no se llaman así por puro capricho.

En las democracias islámicas, las sectas más débiles (y, sobra decirlo, los cristianos) están condenadas a desaparecer. De ahí que hayan unido su suerte a la de los regímenes dictatoriales laicistas. Y de ahí que la violencia contra las sectas disidentes y contra los cristianos se parezca tanto al antisemitismo popular europeo de otros tiempos, al antisemitismo de los pobres, que veían en los judíos protegidos por los príncipes el rostro del poder que los oprimía. Los linchamientos de coptos y la quema de sus templos son los pogromos del tercer milenio.

Los europeos reaccionamos con desconcierto ante las revueltas árabes porque no concebimos otra acepción de la democracia que la usual en las sociedades con fuertes clases medias. Sin embargo, la democracia totalitaria no está tan lejos en nuestro propio pasado. Sería un error lamentable suponer que, frente al terror islamista, deberíamos buscar nuestros aliados naturales en las sanguinarias dictaduras pretorianas o en lo que queda de ellas.

JON JUARISTI, ABC 25/08/13