IGNACIO CAMACHO-ABC
- Un Gobierno que lleva cuatro años de intenso bombardeo propagandístico achaca su declive a un déficit comunicativo
Siempre que un partido en el poder entra en barrena, comienza a perder elecciones parciales y se desploma en las encuestas, sus dirigentes se reúnen a hacer análisis y llegan a una conclusión invariable: no comunicamos bien, no logramos contrarrestar las críticas de la prensa y así es imposible que la gente nos comprenda. Por tanto tenemos que salir más, hablar con los ciudadanos de cerca para contar lo que hacemos y conseguir que den cuenta de que nuestra gestión es buena. En esta clase de ‘autocrítica-burbuja’, la simple posibilidad de que el problema consista en que los votantes estén descontentos de su manera de gobernar ni se les pasa por la cabeza. El disfrute de los cargos no sólo distancia a sus ocupantes de la realidad sino que perturba sus facultades perceptivas con una suerte de anestesia, un dulce sueño del que no despiertan hasta que el batacazo de la derrota los pone delante de la cruda evidencia.
Sánchez también ha caído en ese típico error de achacar su declive a un déficit explicativo, que pretende subsanar con una estrategia de riego por inundación, ‘a manta’ como lo llaman los campesinos. Una campaña intensiva y extensiva que movilice al presidente, al Consejo de Ministros y a todo el aparato del partido. Como si hasta ahora hubiesen hecho algo distinto que bombardear el país con un abrumador y continuo aluvión de mensajes propagandísticos replicados hasta la saturación por la disciplinada maquinaria mediática a su servicio. Y si el despliegue no ha funcionado no es porque la comunicación haya sido incorrecta o escasa, sino porque detrás de ella no hay nada. O hay algo peor que nada: un Gobierno incompetente, una colección de fracasos, unas instituciones desprestigiadas, un manojo de leyes tan prescindibles como sectarias, unos socios de pésima reputación, una economía estancada y, sobre todo, un líder incapaz de inspirar confianza por la persistente falta de respeto a su propia palabra.
Pero en política nadie reconoce nunca sus fallos por la sencilla razón de que hacerlo sin dimitir de inmediato implicaría al menos cambiar el rumbo de arriba abajo, y además sin garantías de evitar el descalabro. Sánchez sabe que es tarde para intentarlo: está atado a sus pactos. Ya sólo confía en el factor que paradójicamente más lo ha desgastado, que es su habilidad para la pirueta y el simulacro. Ahora lo tiene más difícil para fingirse empático, una cualidad que no le reconocen ni sus más acérrimos partidarios. Ha entrado en ese bucle dramático en el que hasta los éxitos –la cumbre OTAN, el debate del estado de la nación– se le disipan en un rato. Y ha seguido cayendo en los sondeos durante las vacaciones de verano. En una lógica de la normalidad estaría desahuciado, pero el escenario español es lo bastante inestable para que aún sueñe con el volantazo. En la explotación de la anomalía no le supera ningún adversario.