ISABEL SAN SEBASTIÁN – ABC – 03/03/16
· Sánchez y Rajoy se odian, lo que constituye el principal obstáculo a la formación de un gobierno de gran coalición.
Albert Rivera encarnó ayer el sustantivo que recoge el espíritu de mis columnas: «Contrapunto». El líder de Ciudadanos enarboló un discurso en positivo, centrado en desgranar propuestas, y se convirtió en el contrapunto de un debate bronco, plagado de alusiones personales, agrio hasta el extremo del guerracivilismo cuando Pablo Iglesias tomó la palabra.
Rivera marcó la diferencia por múltiples motivos. Primero, porque al contrario que sus colegas habló mirándonos a los ojos en vez de leer un papel. Un signo inequívoco de que tiene interiorizado lo que dice y se lo cree. Segundo, porque rehuyó el cuerpo a cuerpo para apelar al consenso, reivindicar la Transición y hacer una lectura certera del mandato de las urnas: «Los españoles nos han dicho que todos vamos a tener que ceder».
Tercero, porque destinó la práctica totalidad de su turno a detallar actuaciones concretas (apoyo a los autónomos, conciliación de la vida familiar y la laboral, innovación, I+D+I, «no machacar más a los españoles con nuevos impuestos», defensa de la unidad nacional, lucha contra la corrupción, apuesta nítida por Europa) en lugar de emplearlo en descalificar al adversario. No en vano citó a Churchill –«prefiero ser útil que importante»– y a Suárez, con aquello de que la vida te ofrece siempre dos opciones y hay que escoger la difícil renunciando a la más cómoda. Si un político se define en función de sus referentes, esos dos no constituyen un mal punto de partida.
La «naranja mecánica», en expresión de Iglesias, abogó abiertamente por un gobierno constitucionalista, para lo cual animó a Rajoy a facilitar la renovación de liderazgo en el PP. Minutos antes habíamos visto al líder podemita, transfigurado en Robespierre, convertir la tribuna en una barricada, desafiando a Sánchez a deshacer su «pacto a la medida de las oligarquías» y formar un Frente Popular con él y los separatistas. Una invitación que el socialista, de momento, rechaza, aunque resulta imposible saber si lo seguirá haciendo una vez que fracase esta vía.
Si algo quedó claro ayer es que el cortejo de Sánchez a Iglesias se basa en el amor verdadero, la ideología de izquierdas, mientras que su noviazgo actual con Rivera es una mera cuestión de interés. Lo que tiene con Rajoy, en cambio, es enemistad visceral, insalvable, de carácter personal, basada en rancios rencores, que le lleva a excesos absurdos como tildarle de «absolutista».
Un sentimiento recíproco, por cierto, toda vez que el presidente en funciones no quiere ni puede ocultar el desprecio que le inspira el candidato socialista que osó decirle a la cara aquello de «usted no es decente». Ayer lo evidenció en su intervención con un discurso demoledor, a la altura de su contrastada talla parlamentaria, que entusiasmó a su bancada y probablemente a su electorado, aunque no contribuyó en nada a desbloquear el impasse que condena a la Nación a una inestabilidad peligrosa. Rajoy y Sánchez se odian, es evidente. Son incompatibles de raíz.
Permanecen estancados en el «y tú más» que ha marcado la historia negra de España. Se culpan mutuamente de todo. No salen de la aritmética interpretada en beneficio propio y clave de supervivencia. Dejan traslucir sin puerta de escape posible la dialéctica bipartidista gobierno-oposición, basada en mayorías absolutas, que las urnas liquidaron el pasado 20 de diciembre. Se han convertido en el principal obstáculo a la formación de un gobierno de gran coalición, más necesario hoy que nunca, aunque solo sea para frenar la amenaza de Podemos y sus socios independentistas. Aún están a tiempo de cerrarles el paso. España les pedirá cuentas.
ISABEL SAN SEBASTIÁN – ABC – 03/03/16