José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La función de Cs es ocupar el espacio centrista con acento europeísta, situando la ciudadanía por delante de las políticas de identidad de la izquierda y sorteando las resistencias del conservadurismo
Como ha escrito con acierto Joan Navarro («Combatir las ideas, respetar las personas». Agenda Pública), «Vox es un partido legítimo y sus electores merecen todo nuestro respeto democrático» añadiendo que «no es la confrontación sino el desprecio lo que les hace fuertes (a los electores de Vox). Si algo están aprendiendo nuestros vecinos en la lucha contra la extrema derecha europea o americana es que lo que hay que combatir son las ideas, señalando siempre las mentiras, no a las personas que se las creen». Me apunto en buena medida a estas tesis y, en consecuencia, albergo dudas muy serias de que el «cordón sanitario» en torno a Vox le debilite. Al contrario, sospecho que le fortalecería.
Dicho lo anterior, Vox pretende la supresión de uno de los pilares del pacto constitucional: el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones previsto en el núcleo duro de la Carta Magna (artículo 2º). Si por Abascal fuera, iríamos a un proceso constituyente para establecer un Estado unitario, lo que, salvando las distancias, sería como lo que pretende Podemos: cambiar la monarquía parlamentaria por una república y el modelo autonómico por otro confederal. Estas tesis son legítimas, pero establecen unas distancias ideológicas y conceptuales con los partidos constitucionalistas que, habitualmente, les impiden cualquier pacto o entendimiento.
Ciudadanos es un partido liberal y su función histórica es ocupar ese espacio centrista con un fuerte acento europeísta, situando la ciudadanía por delante de las políticas de identidad de la izquierda y sorteando la confesionalidad y resistencias del conservadurismo de la derecha. Por su origen catalán ha tomado la medida al nacionalismo que es, con la amenaza populista de izquierdas (y, quizás, pronto también de derechas), la más grave de cuantas padece nuestra democracia.
El partido de Albert Rivera ha mostrado aguante y una versatilidad que le hace idóneo para entenderse con la derecha y con la izquierda
El partido naranja ha incurrido en contradicciones y perplejidades. Lo normal en los tiempos convulsos de la política española, pero ha mostrado aguante y una versatilidad que le hace idóneo para entenderse con la derecha y con la izquierda. En marzo 2016 pactó una investidura fallida con Pedro Sánchez y ese mismo año otra exitosa con Rajoy. Mientras, ha colaborado con el PSOE en la gobernación de Andalucía —en donde obtuvo el domingo pasado unos magníficos resultados— y ha hecho lo propio en Madrid con el PP. En el Parlamento Europeo está bien instalado (y mejor considerado) por los liberales de ALDE y tiene relaciones fluidas con partidos europeos y latinoamericanos de peso y tradición.
La cuestión ahora es si un eventual pacto con Vox rompe o no su coherencia ideológica y le hipoteca para el futuro; si satisface la percepción centrista de una buena parte de su electorado (en Andalucía recibió mucho voto antes socialista) o le obliga a ingerir un buen trago de aceite de ricino; si sigue conectado con el europeísmo liberal que modula con serenidad el discurso sobre la inmigración o se engancha a la jerga tremendista de los que merodean la xenofobia. En definitiva, este es el momento de saber cuánta ambición de futuro tiene Ciudadanos y si es superior a la de obtener rentas a corto plazo.
Albert Rivera responde a los grandes trazos de un liderazgo fuerte. Tiene muchos atributos, propios de los jefes de partido consistentes y tenaces; es buen retórico; es joven y está preparado. Acumula una cierta dosis de altivez que no le impide discernir el error del acierto. Está bregado, además, en la política y en la vida. Muchos le atacan más por envidia que por discrepancia. Por todo eso, debe salir de la duda hamletiana («ser o no ser, esa es la cuestión») con una decisión correcta sobre su eventual pacto con Vox. Es tentador cerrar un acuerdo con Casado y Abascal para desalojar al PSOE de la Junta de Andalucía tras 36 años de socialismo regimental. Pero hay tentaciones en las que no se debe caer porque a Rivera y a su partido el tren de Vox no es el último ni el único que parará en su andén.
De calzarse uno los zapatos de su electores, estaría por asegurar que un pacto con Vox —con todo el respeto que este partido merece y, sobre todo, del que se haga merecedor— incomodaría a la mayoría de ellos y dejaría despoblado el territorio de la templanza en la política española. Su dialéctica sin concesiones al nacionalismo catalán (y al vasco) no es una expresión ideológica extrema de Ciudadanos como se dice en los circuitos maledicentes que encapsulan en lo «fascista» todo aquello que les incomoda, sino una retórica liberal convencida que combate la exclusión, la endogamia y el egoísmo social y económico.
Vox es la hipérbole, el sentimiento, el cabreo y —me temo— la ruptura de la baraja. Y ese no parece ser el espacio ni de Ciudadanos ni de Rivera que deberían evitar vinculaciones que sean un hándicap táctico, estratégico e ideológico que obstaculice su desarrollo o desmienta las expectativas de millones de españoles que necesitan una opción que, entre el silencio de unos y los gritos de otros, opte por la conversación persuasiva, por el liberalismo social e integrador y por la reinterpretación rigurosa de unos valores constitucionales malbaratados, ora por la izquierda, ora por la derecha y siempre por los nacionalistas. Rivera y Cs, no obstante, saben bien al desafío al que se enfrentan.