José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Rivera detecta que una parte de la sociedad española exuda hartazgo. Hay mucho ‘català emprenyat’ (cabreado), pero hay tantos o más ‘espanyols emprenyats’

Mi colega y amigo Carlos Sánchez se preguntaba el domingo «qué diablos le pasa a Albert Rivera». Había algunos motivos para plantearse la cuestión. Desde hace semanas, efectivamente, el líder de Ciudadanos venía exhibiendo un discurso ostensiblemente más intenso y duro en relación con los acontecimientos de Cataluña. En simultáneo, Cs se despegaba del Gobierno que estrechaba relaciones con el PSOE, mostrando Rajoy-Sánchez una inédita sintonía. Rivera no se ha apartado del bloque constitucionalista pero ha hecho su discurso muchos más autónomo y quirúrgico.

Frente al modelo pactista para salir de la crisis catalana –reforma constitucional con incremento eventual de autogobierno–, Ciudadanos propone una alternativa distinta: aplicación del 155 a ritmo vivo y replicante a la conducta sedicente del independentismo y convocatoria de elecciones autonómicas planteando en la campaña una abierta confrontación con las tesis separatistas, incidiendo en un punto que considera clave: intervenir en el sistema educativo catalán en la medida en que es uno de los laboratorios de socialización y reproducción del nacionalismo en Cataluña.

 

Rivera fue el único líder nacional que, al lado de Vargas Llosa y Josep Borrell, acudió a la manifestación de Barcelona del pasado 8 de octubre y tanto él como algunos otros dirigentes de Ciudadanos se han convertido en la diana de la intolerancia secesionista en la que cuenta desde el corte de mangas en el Congreso a Toni Cantó, protagonizado por una diputada exconvergente, hasta las agresiones a las sedes del partido en Barcelona, pasando por el hostigamiento al negocio comercial de los padres de Rivera. De quien Rajoy no debería “fiarse” según Pablo Iglesias, lo que quizás sea la mejor de las razones para prestar crédito al líder naranja.

Lo que ha detectado el presidente de Ciudadanos y su plana mayor es que los movimientos de opinión más profundos en la sociedad española exudan hartazgo, fastidio y humillación ante el prolongado comportamiento insurrecto del independentismo catalán. Se trata de una sensación que se ha manifestado en el espectáculo, nunca antes visto, de la España que ha colgado la bandera nacional en sus balcones y ventanas y que no las retira desde la primera semana de octubre. Tampoco se reconoce en los estereotipos que el independentismo catalán ventea ofensivamente en el circuito internacional. El ‘català emprenyat’ (cabreado) ha logrado crear una legión de ‘espanyols emprenyats’, o sea, igualmente enardecidos.

Lo que, seguramente, piensa Rivera es que esa España de las banderas, zarandeada por la contumacia independentista, no quiere que la solución para la crisis de Cataluña, si es que la hay, sea ofrecer una nueva negociación favorable a los futuros interlocutores del nacionalismo catalán, sino construir un Estado diferente al actual pero con una visión históricamente distinta a cómo se hizo en la transición en relación con los mecanismos de poder de que disponen tanto Cataluña como el País Vasco.

Y es que Rivera ha conectado con la España harta y humillada y le está poniendo voz heterodoxa, con propuestas que se salen del carril convencional

Puigdemont se ha alzado ya como el personaje político que más ha trabajado por una nueva nacionalización de España. Se decía que las políticas de Rajoy fabricaban independentistas. Es tan cierto cierto que las de la Generalitat insurrecta han despertado una identidad española que parecía hasta ahora casi proscrita. Y que está mucho más dispuesta –llegados a este punto– a confrontar fuerzas antes que dar por hecho y sentado que el separatismo tiene sobradas razones para serlo.

Las encuestas –ahora muy volátiles– indican un desplome de Podemos (inevitable dada la errática dirección de Pablo Iglesias), un sostenimiento al alza del PSOE, descenso del PP e incremento sustancial de Ciudadanos. Y es que Rivera ha conectado con la España harta y humillada (el vilipendio a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en Cataluña no se ha borrado de la retina colectiva de millones de españoles, ni la emboscada al Rey en la manifestación del 26-A) y le está poniendo voz heterodoxa, con propuestas que se salen del carril convencional, que plantean un cara a cara con el independentismo, que no encuentran motivos para la parsimonia de Rajoy, ni tragan ya con el famoso “relato” secesionista.

Rivera y su partido están en este registro y debe reconocerse, a poco que se pise la calle, que una parte importante de los españoles que por edad no están empapados de los apriorismos, prejuicios y complejos del posfranquismo, observa al líder catalán y a su organización como una opción de resistencia ante la inercia histórica que registran los partidos del turno –PP y PSOE– y los sectores sociales que asumen como natural que la crisis catalana desemboque inevitablemente en otro pacto de conveniencia. Esa lógica es la que Rivera y su partido no asumen en sintonía con un gran número de electores que tampoco lo hacen. Porque están ‘emprenyats’.