ABC-JON JUARISTI
Una modesta proposición veraniega para la formación del espíritu nacional (británico)
QUÉ destino el de Robin de Locksley, alias Robin Hood, convertido en icono de la justicia distributiva. Recuerdo una tira cómica de un periódico mejicano de los años ochenta en la que Robin confiscaba una bolsa de monedas de oro a un noble riquísimo, al grito de «¡Hola, soy Jolopo, robo a los ricos para dárselo a los pobres!». En la segunda viñeta, Robin entregaba la bolsa a un campesino miserable. En la tercera y última, Robin se la quitaba a este al grito de «¡Hola, soy Jolopo, robo a los ricos para dárselo a los pobres!». La tira se ensañaba con el entonces presidente José López Portillo (Jolopo), pero el motivo al que recurría el artista gráfico no era Zapata ni Pancho Villa, sino el salteador inglés, arquetipo del bandido generoso.
El hispanista Stephen G. H. Roberts me guió una vez por las calles de Nottingham, entre la iglesia y el castillo del que Robin escapó, después de que el malvado sheriff lo prendiera tras interrumpir, con sus esbirros, la ceremonia nupcial en la que aquel pretendía desposar a la bella Marian Gilewater. Como es sabido, Robin huyó al bosque de Sherwood, desde donde, en compañía de sus leales (Little John, Will Scarlet y el fraile Tuck) hostigó al príncipe Juan sin Tierra, hermano de Ricardo Corazón de León (a la sazón en las cruzadas).
Robin inspiró, ya en la Edad Media, multitud de baladas y leyendas. El romanticismo recuperó su memoria a través de sir Walter Scott y su Ivanhoe. Pero, sin duda, el más grande de los epígonos del forajido de Sherwood fue Guillermo Brown, personaje creado por la estupenda Richmal Crompton e inspirado en el hermano menor de la autora, que moriría heroicamente pilotando un Spitfire durante la batalla de Inglaterra. No faltaron en mi generación quienes vieron en Guillermo un ejemplo insobornable de rebeldía y anarquismo. Y seguramente lo fue, pero de derechas. Un rebelde thatcheriano. Temo incluso que Guillermo Brown habría votado por el Brexit.
Robin Hood podría ser además un avatar de Robin Goodfellow, el duende que Shakespeare incorporó al séquito de Oberon en El sueño de una noche de verano. Robin es también el nombre inglés del petirrojo. En el folclore de Inglaterra, el petirrojo es un pájaro plebeyo y rebelde que se opone al reyezuelo (wren). Pero analizar este simbolismo nos llevaría muy lejos. Baste decir que los historiadores franceses del XIX consideraron a Robin Hood como un «brigante político», y que Thomas Paine lo tuvo por un mito nacional sajón opuesto a Guillermo el Conquistador (no a Guillermo Brown, sino al Duque de Normandía).
Poseo una breve pero selecta colección de libros sobre Robin Hood, que contiene una versión para jóvenes de la historia del proscrito contada por Rose Yeatman Woolf, con ilustraciones de Howard Davie. Me la regaló Luis Alberto de Cuenca, a fines del siglo pasado. Yo le había prometido a Luis Alberto mi propia versión de la historia del Bosque Verde, pero no llegué a escribirla. También la esperó en vano Mario Onaindía, que siendo niño había jugado mucho, en los montes de Eibar, a ser un Robin Hood algo gordito. Su modelo, sin embargo, fue el gimnástico Robin de la película de Michael Curtiz, o sea, Errol Flynn. El mismo que seguía José Luis Garci cuando jugaba a hacer del Retiro el Sherwood particular de su infancia, según cuenta en Robín de los Bosques, maravilla autobiográfica minimalista que acaba de publicar El Reino de Cordelia, la pequeña gran editorial de Jesús Egido. Ese Robin, que encandilaba a Mariana (Olivia de Havilland) con su bigote aznariano, funcionó como paradigma ético fundamental para mi generación cuando la otra gran película de Curtiz, desmintiendo al Nodo, no estaba al alcance de los españoles.