Ignacio Camacho-ABC

  • No hubo lapsus: la orden de perseguir la «desafección» la habían recibido por escrito las fuerzas de seguridad del Estado

La peor forma de salir de una ciénaga es nadando. Con su intento de controlar las críticas, el Gobierno se ha metido en un pantano y cada brazada que da lo hunde más en el fango. El general Santiago decía la verdad: la orden de perseguir la «desafección» -palabra clave- la habían recibido por escrito las fuerzas de seguridad del Estado. No fue un lapsus, ni un error, como dijo Marlaska y repitió Fernando Simón pisando con indignación impostada otro charco, como si no tuviese suficiente con haber minimizado la epidemia, sembrado el caos sobre el uso de las mascarillas y avalado la manifestación del 8 de marzo. (Da mucha pena, por cierto, la forma lamentable en que este hombre

ha destruido un prestigio profesional bien ganado). Perseguidas por la evidencia de la censura que ordenaron, las figuras del Gabinete se esconden detrás de portavoces de segundo rango -ayer salió Celáa, que no es una lumbrera en el manejo del castellano- cuyas confusas explicaciones no hacen sino ahondar en el escándalo. La realidad es terca y señala a un poder empeñado en encubrir a toda costa su ristra de fracasos. No hay obstáculo en el que no haya tropezado. Debe de resultar muy duro para el presidente comprobar que los aplausos de cada tarde no suenan precisamente para exaltar su liderazgo.

Simplemente ocurre que este Gobierno y este mandato no estaban pensados para afrontar esta clase de problemas. Sánchez y sus socios se veían ante una situación económica relativamente buena y diseñaron una legislatura de propaganda, retórica de progreso y diálogo y señuelos ideológicos para agitar el espantajo de la ultraderecha. La irrupción del virus le ha arruinado la agenda porque nada de eso vale ante una gravísima pandemia. Falta capacidad de gestión, eficiencia, organización para enfrentarse a una situación inédita. Y han respondido a la sorpresa de la única manera que saben: tratando de embellecer sus pésimas respuestas con una narrativa épica que asimila la emergencia al estado de guerra.

Pero las guerras se ganan y se pierden, y ésta se está perdiendo porque la población confinada sólo ve fiascos, patinazos, desaciertos. El Ejecutivo se atasca ante cualquier contratiempo, da palos de ciego y se ve impotente hasta para contar los muertos. Y en las redes y la prensa aflora el descontento de unos ciudadanos ya cabreados por el largo encierro. ¿Solución? La persecución de la discrepancia, la imposición del silencio. Sánchez e Iglesias darían cualquier cosa por un mínimo éxito, y mientras llega pretenden acallar toda muestra de desafecto. Los bulos, que los hay a cientos, son el pretexto para amordazar el debate con la rabia de quien rompe un espejo.

Pero al usar a las fuerzas del orden para perseguir la disidencia están tocando la médula del sistema. La tentación autocrática es una amenaza cierta. Y ahora es la libertad la que se juega su supervivencia.