JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA, EL CORREO – 01/03/15
· Las inercias que sobre el terrorismo se fijaron en el tardofranquismo y la Transición tienden a renacer y perpetuarse si no se insiste en romperlas día tras día.
Aunque lo más cruento e impactante acabó el 20 de octubre de 2011, cuando ETA declaró «el cese definitivo de su actividad armada», todavía siguen esperando cura muchas de las heridas que medio siglo de terrorismo activo ha causado, además de en sus víctimas más directas, en la sociedad y en las instituciones vascas. Baste aludir, para recordarlo, a las numerosas iniciativas que, tanto desde el sector público como desde el privado, están acometiéndose con el fin de diagnosticarlas, paliarlas o remediarlas. Se diría que toda la ciudadanía está deseosa de pasar la página de uno de los pasajes más vergonzosos de su historia con el fin de poder evocarla algún día con la conciencia tranquila. El proceso está viéndose, sin embargo, obstaculizado por quienes, habiendo sido los principales causantes o coadyuvantes de la vergüenza, se resisten a desaparecer o a reconocer el sufrimiento injusto que han causado. Sería el último tapón a remover para que las aguas estancadas de rencores y resentimientos se fueran definitivamente por el sumidero. Sólo nos quedaría la tristeza.
Pero pasará el tiempo sin que esto ocurra. Me lleva a esta conclusión, además de la contemplación de lo que está pasando en el presente, la lectura del informe que un grupo de historiadores del Instituto Foronda acaba de presentar en el Parlamento en torno a «los contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y la consideración social de sus víctimas». Se trata de una aportación rigurosa que se suma a las muchas iniciativas antes aludidas y que se ocupa, en este caso, del impacto de todo orden que la violencia ha tenido en la sociedad vasca, enlazando con la actual preocupación por los relatos a elaborar para después del terrorismo. El hilo del informe traza el proceso de concienciación que la ciudadanía vasca ha seguido respecto de la naturaleza del terrorismo –o de los terrorismos– que ha padecido, así como el de su «empatización» con las víctimas que más directamente lo han sufrido.
Diríase que tal proceso ha consistido en una serie nunca acabada de rupturas, mediante las cuales la ciudadanía vasca ha ido liberándose de las diversas inercias que comenzaron a inmovilizarla en los tiempos del nacimiento de ETA, es decir, en la etapa del tardofranquismo y en los años de la Transición. Se acompaña así en este recorrido a una sociedad que desde la desorientación, la indiferencia y la apatía va caminando hacia una actitud cada vez más explícita y comprometida con las víctimas del terrorismo. Tras cada una de estas rupturas aparece una razón concreta que la explica, pero detrás de todas ellas se encuentra la comprensión cada día más clara que la ciudadanía va adquiriendo respecto de un terrorismo que, si en un inicio le pareció explicable, acabó resultándole, desde la perspectiva humana, insufriblemente cruel y, desde la ético-política, del todo injustificable.
De las cuatro etapas en que el informe divide el proceso, tiene, en mi opinión, especial importancia la segunda, llamada de la «consolidación democrática», que iría de 1982 a 1994. En ella se produce la ruptura quizá más clara de la inercia heredada del pasado y la más influyente, sin duda, en la posterior aceleración del proceso. Dos son los hitos que el informe destaca como definitorios de la etapa, el uno de carácter social y el otro de índole política. Se trata del nacimiento de la Coordinadora Gesto por la Paz, en 1986, y de la firma del Pacto de Ajuria Enea, dos años más tarde. Todo el mundo sabe a día de hoy cómo ambos hechos se retroalimentaron y fortalecieron uno a otro, hasta el punto de coincidir en su auge y en su declive. Pero a mí me interesa subrayar en estas líneas algo que, al hablar del Pacto, suele pasar inadvertido o no se valora, cuando menos, en su justa medida.
De las inercias que la sociedad y la política arrastraban del tardofranquismo y de la Transición quizá la más importante fuera la vinculación que se había establecido entre ETA y el llamado «conflicto vasco». Tal vinculación otorgaba a la organización terrorista un carácter político que se sobreponía a la repugnancia de sus acciones, embadurnándolas con un tinte que las hacía, si no aceptables, sí, en cierta medida, explicables y hasta disculpables. Esta inercia actuaba con mayor intensidad, y por razones obvias, sobre el nacionalismo democrático. Reforzaba, desde una perspectiva ideológica, la inercia, de índole más natural, que ya preexistía por los que podrían llamarse ‘lazos de familia’. Pues bien, si algo hizo el Pacto de Ajuria Enea, fue romper esta inercia que inmovilizaba al nacionalismo, definiendo el terrorismo de ETA, no como el reflejo de un «conflicto político», sino como la expresión más dramática de la intolerancia antidemocrática. El eje que dividía a la sociedad entre nacionalistas y no nacionalistas giró ciento ochenta grados para dividirla entre demócratas y violentos.
La importancia de esta ruptura sólo puede medirse, por paradójico que suene, por su propia fragilidad. Cuando en 1998 se diluyó el Pacto de Ajuria Enea y su lugar fue ocupado por el Acuerdo de Lizarra, el eje volvió, como un resorte libre de presión, a la posición anterior, la vieja visión política del terrorismo recuperó el espacio perdido y la empatía con las víctimas se resquebrajó de manera alarmante. Por decirlo con una imagen, de la ejemplar unidad que, todavía en 1997, se fraguó por el asesinato de Miguel Ángel Blanco se pasó, en 2000, al dramático fraccionamiento que se produjo tras los de Fernando Buesa y Jorge Díez. Nadie habría pensado ni que las inercias fueran tan fuertes ni sus rupturas tan endebles y engañosas. Bueno es recordarlo para no equivocarse a la hora de elaborar un relato veraz del pasado y de asentar unas bases sólidas para la convivencia en el futuro.
JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA, EL CORREO – 01/03/15