Manuel Montero-El Correo
Tiene una falla esta ideología revolucionaria: su confianza en el tuit como motor del cambio social. La retórica sustituye a la realidad, pero jugando con fuego te puedes quemar
La llegada de los nuevos tiempos, tras la crisis del bipartidismo, no ha traído mejoras en los niveles democráticos. En cambio, han retornado ideas que se presentan como fuertes, entendiendo que eso les da respaldo social -el pueblo no aguanta a los flojos, esa es la idea-. Sánchez ha definido el Gobierno que viene como de un «rotundo progresismo», progresistérrimo como si dijéramos, un nuevo grado en la escala ideológica. Tanta rotundidad alegra y estremece al mismo tiempo. Lo primero, porque liquida las dudas: endilgará progresismo a machamartillo. Lo segundo, por meternos en el terreno de lo desconocido. ¿Qué será rotundidad si hablamos de progreso? ¿Avanzar hacia adelante embistiendo como un toro desbocado?
Entre nosotros las definiciones políticas se identifican sobre todo por su opuesto. ¿Cómo compensa la izquierda su vaciado ideológico? Repudiando a la derecha, a la que, en mantras diversos, tilda de rancia, fascista, franquista o ultra. Lo importante es la agresividad con el contrario. Verosímilmente, nos llega un rotundo progresismo de pelea, no dejando títere con cabeza al hablar del Ibex, de los ricos, de la enseñanza concertada, de los carcas, de esta derecha casposa y de quienes destruyen España por no dialogar/negociar con los sediciosos.
La novedad gubernamental, Podemos, no querrá defraudar a su auditorio, por lo que nos inundará con sus filias y sobre todo con sus fobias.
En las definiciones podemitas la carga positiva es de contenido incierto, pues consiste en palabras misteriosas, tipo empoderamiento, transversalidad y movimientos populares. Su progresismo se entiende mejor por los antis: anticapitalista, antisistema, antimonárquico, anticasta, anti libre mercado.
En este planteamiento, resulta esencial la agresividad. Se deriva una política caracterizada por la tensión, en la que la convivencia no constituye un valor y los consensos se entienden como perjudiciales, salvo por táctica. Nunca ha de bajarse la guardia; por ejemplo, debe abominarse del empresario si hace donaciones, al enemigo ni agua. Si los esquemas empleados en la oposición por Podemos los traslada al Gobierno nos esperan jornadas de faenas puntillosas: picadores y banderilleros primero, luego entrarán a matar.
En la agresividad que llega se encontrarán a sus anchas los independentistas catalanes, que ni darán crédito cuando se confía en ellos para estabilizar la política española: así se las ponían a Fernando VII. ¿Y EH Bildu? Como pez en el agua: de pronto cuentan algo y otean tiempos revueltos en los que pescar. ¿Serán admitidos en sociedad sin cambiar sus agresividades de origen?
Con los nuevos tiempos ha vuelto la creencia en las soluciones categóricas: fanáticos independentistas acosando al discrepante, aspiraciones de aire revolucionario que prometen paraísos, líderes que quieren cambios irreversibles.
Volvemos al punto de partida, a las actitudes típicas de las postrimerías del franquismo. Tras la Transición, las ideologías perdieron rotundidad. El asentamiento de la convivencia constitucional llevó al pragmatismo, a la superación de las utopías sobre las que se había construido nuestra imagen del mundo.
Fue una suerte: la creencia en las quimeras ha sido una lacra de nuestra historia, la aspiración a las utopías que (en su teoría) liquidan las tensiones, sea el mundo de las homogeneidades étnicas o culturales, el paraíso obrero tras la revolución o el mundo feliz de las filas prietas formadas por fanáticos tras su sueño de orden.
En vísperas de la Transición podía la creencia en liberaciones sociales y nacionales. Nos traerían la democracia obrera o las libertades nacionales, fusionadas por las fuerzas de progreso que conseguirían la felicidad de los pueblos. Ahora retorna la alianza histórica. Progres con rotundidad.
Con la Transición se diluyeron las ideas-fuerza. Fue una dicha pasajera: no hay mal que cien años dure, pero el bien suele tener una fecha de caducidad más corta. Desde que llegó el XXI volvió la agresividad de las grandes certezas sectarias. Primero «todo por la Constitución», después la memoria histórica para que perduren las heridas de hace ochenta años. Y, mientras, el derecho a decidir, para que la mitad de los vascos y de los catalanes no se hablase con la otra mitad.
Las crispaciones lo han ido ocupando todo pasada la época en la que se pensó que la convivencia y el respeto al otro constituyen valores sociales.
Con la llegada de la crisis rebrotaron sin freno las utopías, la idea de que las ideologías puras nos devolverán la alegría. Triunfa el anticapitalismo como alternativa; la independencia como culmen de la felicidad social, un mundo solo catalán: «o independencia o barbarie», un barbarismo. Triunfan las fórmulas sencillitas en las que se supone que las decisiones no tienen efectos colaterales ni otros resultados que los que pretende quien las toma, sea subir el salario mínimo, aumentar el gasto social o negociar con quien no quiere más acuerdo que su real gana.
Si hay Gobierno de rotundidad progresista, la tensión puede convertirse en el pan nuestro de cada día. Hoy por hoy, el progresismo se demuestra con la verborrea anti, la fascinación por negociaciones y el que salga el sol por Antequera.
Tiene una falla este progresismo revolucionario: su confianza en el tuit como motor del cambio social. La retórica sustituye a la realidad, pero jugando con fuego te puedes quemar.