Iñaki Ezkerra-El Correo
Uno no piensa que fuera el demonio, pero tampoco el ángel ridículo que se nos ha vendido
Admito que los funerales mediáticos que se han desplegado estos días en torno a Rubalcaba han superado todas mis expectativas. De cualquier político que enredó en vida sólo una milésima parte de lo que enredó él, suele decirse de forma repetitiva y generalizada que su trayectoria «tuvo sus claroscuros». Es hasta ahí hasta donde obliga la cortesía funeraria, la elegancia de sus críticos, el respeto a la muerte, la delicadeza con el difunto. En este país se ha dicho que tuvieron sus claroscuros Suárez, Calvo-Sotelo, Gutiérrez Mellado… O sea, verdaderos benditos de Dios. Y, sin embargo, se muere el hombre que dejó una sombría herencia, que aún estamos pagando en nuestro sistema educativo o en el tratamiento del problema terrorista, y suscita la más insólita canonización exprés y el más espectacular cierre de filas que vieron los siglos. Aquí ya no hay claroscuros. Aquí sólo hay «claros del bosque», como en el libro de María de Zambrano. Son contadas las voces que se han atrevido a poner una nota discordante en este blanqueamiento oficial y mediático que se ha producido en torno a un retrato en el que, cuando menos, cabía darle una mínima y caritativa oportunidad al gris.
No. Uno no piensa que fuera el demonio, pero tampoco el ángel ridículo que se nos ha vendido. Semejante blanqueamiento como por decreto demuestra que la izquierda ha hecho suya la hipocresía que tradicionalmente se le ha atribuido a la derecha más integrista y rancia, así como que dicha adquisición no halla en la sociedad la contestación más básica. ¿Por qué? Yo creo que la causa de esa falta de reacción no está sólo en la doblez ni en la desinformación ni en la desmemoria españolas, que también, sino en que a esa sociedad el fenómeno le pilla de sorpresa. Quiero decir que, frente al fariseísmo confesional y tradicional; frente a los clásicos sepulcros blanqueados, eran las propias Sagradas Escrituras las que nos advertían y ponían en guardia. En cambio, ante el fariseísmo laico es como si careciéramos de discurso, de defensas, de una poética que lo denunciara y describiera. Machado nos brindó un retrato inolvidable y arquetípico de la modalidad conservadora y carpetovetónica del fariseísmo en sus ‘Coplas por la muerte de don Guido’ y en «aquel trueno vestido de nazareno» al que le puso música Serrat. Pero ¿qué pasa cuando Don Guido no se viste de cofrade de Semana Santa sino de socialista obrero español? ¿Adolecemos de un síndrome de inmunodeficiencia crítica cuando el ‘donguidismo’ cambia de acera ideológica?
En el caso de Rubalcaba se ha llegado a elogiar su inteligencia maquinadora, su dominio de las sombras, su capacidad para controlar las cloacas del Estado y para que nadie se moviese sin que él lo supiera. ¿Por qué lo que es un valor para el curriculum de un exministro de Interior de izquierdas sería execrable para uno de derechas?