Como sucede con algunos hechos violentos, el suicidio de VR y su noticia comprimen de modo perturbador el aire del tiempo. Para empezar está la doblez de los medios. Por un lado siguen llenándose la boca en los seminarios con la voluntad de no contribuir al presunto efecto imitación que trae la divulgación de los suicidios. Por el otro, lo ignoran en la práctica cuando saben que el caso, por su rareza o por la personalidad de la víctima, reclamará la atención del público. La doblez es particularmente odiosa porque el efecto imitación, si existiera, sería más poderoso de mediar una persona conocida o una circunstancia excepcional. Sin embargo, en este asunto no rige solo la doblez. A poco que se escarbe en las características del tratamiento mediático se observará el mensaje decisivo, apenas subyacente: VR no fue la víctima de un suicidio sino de un asesinato. El asesino es, en primera instancia, el que difundió su vídeo erótico. Y más allá –aunque en realidad más acá– la cultura machista dominante.
Por ese camino se llega a otro nudo de la responsabilidad mediática: la innoble ligereza con que los titulares han vinculado el suicidio con la difusión del vídeo. Ligereza obligada, desde luego, porque sin ella la noticia no existiría. Nadie sabe si el vídeo fue causa necesaria (si) y suficiente (y solo si) del suicidio. Para los medios es causa obligatoria. Da igual que, con el paso del tiempo, la importancia del vídeo en la tragedia pueda relativizarse y hasta descartarse. Discernir en el suicidio es una tarea tan ardua que lo más probable es que las causas acaben por disolverse en una laguna de datos contradictorios, ambigüedad e impotencia. En estos asuntos, el beneficio de la duda ampara casi siempre a las noticias, como la limitada comprensión humana del mundo ampara a los relatos míticos que forjan dioses. Con su despotismo habitual, el periodismo fija porqués a los pocos minutos de conocerse un hecho difícil y oscuro porque sabe que difícilmente nadie ni nada van a poder contradecirle. Y si un inesperado y contundente azar lo hiciera, siempre tendría a su lado a una parte sustancial de la opinión pública, convenientemente lubricada por los que nunca desaprovecharán una tragedia si es útil para consolidar su hegemonía cultural y política. También en ese sentido el suicidio de VR es sintomático.
La izquierda feminista prende hogueras en torno al cadáver. Arde la Empresa, por si no activó protocolos de protección de la víctima: la izquierda utiliza por sistema a la Empresa como fuente de maldad y, sobre todo, como evasión de la responsabilidad individual. Arde la Tecnología, con la que la izquierda mantiene una relación esquizofrénica, de virtud privada y vicio público. Y arde, obviamente, el Machismo. Saltaré sobre la primera hoguera, porque no tengo la información necesaria y mi interés en el asunto es relativo. Más reveladora es la pira tecnológica. Las habituales jeremiadas sobre la creciente sumisión a la tecnología, el sexting y otras juergas dejan de lado la lección principal que debe extraerse acerca de las grabaciones. Una lección que no requiere de enfatismos tecnológicos: cualquier conducta registrada es ya una conducta pública. Quizá creyera VR que el vídeo erótico formaba parte de su intimidad. Tal incongruencia debe combatirse. La publicidad del vídeo no comienza cuando se difunde, sino cuando se graba. Y eso lo sabe siempre el inconsciente del que somete su conducta a un registro de esa naturaleza. En ese conocimiento reside parte de su carácter excitante. Al margen del destino que sufra la grabación, la cámara ya lo sabe. Como el papel o la pantalla saben las confesiones que el memorialista escribe y de las que el pobre cándido aún dice que no se escribieron para ser publicadas.
La hoguera del machismo es la que más arde. Por una sexualidad libre, clama el feminismo de izquierdas. Ni sabe lo que dice ni sabe qué decir. De otro modo no haría comparecer aquí al adjetivo libre. «Cuando ser libre se confunde con ser adepta», les ha amonestado Leyre Khyal en Prohibir la manzana y encontrar la serpiente, el libro que ha escrito con Un Tío Blanco Hetero (Deusto). En el tiempo en que el feminismo era un movimiento de mujeres libres, la tragedia de VR se habría encarado de modo radicalmente distinto. Aceptada la posibilidad, que ellas dan como indiscutible, de que la difusión del vídeo haya provocado el suicidio, los hombres y las mujeres libres solo pueden hacerse estas preguntas: ¿cómo es posible que la exhibición de determinada conducta sexual conduzca a la rarísima muerte por su propia mano de una madre de dos niños aún largamente necesitados de su cuidado? ¿Cómo es posible que las imágenes de una mera masturbación puedan ser objeto de una venganza que acabe en muerte? ¿Cómo es posible que el sexo sea aún interpretado en esos términos tan escandalosamente antihumanos? ¿Cómo es posible, en fin, que la dolorosa pasión de la vergüenza, para decirlo con Ferlosio, haya provocado este rubor de muerte? El feminismo de las adeptas no tiene el menor interés en meditar en esos términos. No tiene el coraje supremo de decirle a VR que no hay motivo, que su tragedia es ridícula y que no la sublima la muerte. Contra lo que aparentan, su preocupación prioritaria no son las víctimas, sino los agresores. Ahora, su único objetivo ante el suicidio de VR es lograr que se empaquete como violencia de género. Un número más en la estadística.
Nadie duda que el/la canalla que puso las imágenes a disposición de los compañeros de trabajo de VR merezca un castigo moral y, probablemente, también jurídico. Pero un movimiento que dice obrar por la libertad de las mujeres no puede limitarse a la reivindicación del justo castigo del canalla. Su obligación es meditar sobre la escalofriante, indecible distancia que existe entre una masturbación hecha pública y un suicidio consumado. El feminismo adepto tiene un problema con el sexo. Hasta tal punto que piensa, en términos inequívocamente victorianos (¡por Inglaterra!), que el sexo es cosa de hombres. ¡Algo de razón no le falta! La vergüenza de índole sexual no afecta por igual a hombres y mujeres. Es difícil creer que VR se hubiera suicidado de ser un hombre. Si VR se suicidó por su vergüenza, el feminismo adepto solo tiene dos opciones excluyentes. Una, bien improbable dado su rechazo de cualquier horma biológica, es aceptar que la naturaleza de las mujeres tiene una relación distinta e inexpugnable con el sexo y la vergüenza. La otra, que esa relación tiene carácter cultural y que, dados sus venenosos efectos, debe tratar de cambiarse. Más que perder el tiempo –¡y la vergüenza!– con la denuncia del machismo asesino las adeptas deberían proceder a la despenalización feminista del sexo. Al reconocimiento alegre y desprejuiciado –desvergonzado– de su carácter de juego y a la limpieza de todos los símbolos, de raíz fundamentalmente religiosa, literata y política, que pretenden hacer de él una forma estricta de trascendencia. Las adeptas aún deberían hacer algo más: aceptar que, en relación al sexo y la vergüenza, los hombres exhiben un patrón cultural más libre y, por tanto, envidiable. Entre las muchas fortalezas que el periodista Pedro J. Ramírez, director que fue de este periódico, exhibió ante la venganza sexual a la que fue sometido por militantes del Psoe estuvo, sin duda, la que derivaba de su sexo. No es solo hora de que el feminismo adepto deje de practicar su ridícula y estéril cacería al hombre. Empoderar a las mujeres, como dicta ese verbo mostrenco, pasa también por aprender de los hombres.
Y tú sigue ciega tu camino.
A.