Sara Hidalgo García de Orellán-El Correo

  • ETA y su entorno usaron difamaciones y calumnias para señalar a sus víctimas y justificar su asesinato

La historia de los rumores que matan es tan vieja como la Humanidad y la dinámica de su propagación suele atender a algunos patrones: surge el rumor y comienzan las habladurías, los sentimientos escondidos comienzan a emerger, la desconfianza hacia la persona o colectivo sobre el que se proyecta el rumor se extiende y la mancha se esparce como el aceite. El daño está hecho. Ya saben, «difama que algo queda». Y aunque los rumores no tuvieran ninguna base, se podía llegar hasta el asesinato.

El historiador Alain Corbin tiene un magnífico trabajo, ‘La ciudad de los caníbales’, en el que estudia los pasos previos al asesinato de un noble francés en el siglo XIX analizando de manera pormenorizada el proceso de victimización, las anécdotas que alumbran el mismo y, por supuesto, la fuerza emocional de los rumores.

Esta teoría bien podría aplicarse al caso del terrorismo de ETA, toda vez que usar rumores para matar y justificar el asesinato ha sido una de sus tácticas. Expandir un rumor sobre una persona significaba la mayor de las veces firmar su sentencia de muerte. Así le ocurrió por ejemplo a José Luis Barrios Capetillo, afiliado socialista de Santurtzi, acusado de tráfico de drogas y asesinado en 1988 tras una larga campaña de difamación. Barrios regentaba un restaurante en su localidad y era presidente de la Asociación de Hosteleros, además de ser hijo de un histórico del antifranquismo, Próspero Barrios. Un año antes de su asesinato habían comenzado las habladurías de que traficaba con drogas y que había sido detenido por la Ertzaintza por esta razón, siendo liberado, siempre según estas informaciones, tras presiones del Gobierno Civil.

Lo cierto es que tras el asesinato todo ello fue desmentido por las autoridades policiales, pues no había constancia de nada de ello en los registros. En cualquier caso, lo de menos era que fuera cierto o falso, pues el odio y la desconfianza fueron tomando forma en torno a su persona. Algunos dejaron de saludar o de verse en público con él porque, ya saben, «si el río suena, agua lleva», y el miedo era una emoción muy común en la Euskadi de entonces.

Cuando se lanzaron octavillas cerca de su restaurante con la acusación escrita, la familia y sus propios empleados la desmintieron. Todo en vano, pues la sentencia estaba dictada. De hecho, Barrios infravaloró el poder de esos rumores y no solicitó protección ni realizó denuncia alguna.

Los rumores le mataron un viernes por la noche cuando estaba en su restaurante atendiendo a la clientela. Tras el asesinato, la respuesta popular fue relativamente alta, algo un tanto inusual en este tipo de asesinatos. Eso sí, el miedo había prendido en una parte de la población y no todo el mundo quería significarse. «Nunca olvidaré la manifestación de condena», explica su hija, Nerea Barrios. «Íbamos por el centro y había personas en las esquinas que te saludaban como si les fuera a dar un esguince cervical, como ‘no me meto en la manifestación, me quedo en la acera, pero que me veas que estoy y te miro de soslayo’». También recuerda cómo al pasar el cortejo fúnebre por delante de la herriko taberna pusieron muy alta una canción que decía «mándalos a la mierda», y Nerea quiso ir a increparles, pero su abuelo, bregado en el antifranquismo, le disuadió: «La cabeza alta, no vamos a bajar la cabeza, no somos como ellos». Un diálogo entre quienes llevaban en sus carnes impreso el sufrimiento por el totalitarismo y entre quienes empezaban a experimentarlo.

Otro rumor frecuente era el de ser chivatos, colaborador con cualquiera de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. No era una acusación menor, pues el chivato alude al traidor, al Judas, a aquel que con su comportamiento pone en peligro una empresa, en este caso, la consecución de la independencia de Euskal Herria. La acusación podía tener cualquier origen: tomar vino en un bar frecuentado por policías, que policías frecuentaran tu bar o que charlaras con alguno, aunque fuera de fútbol o del tiempo.

Esto último le ocurrió al enterrador de Bergara, Luis Domínguez, asesinado en 1980. Su delito había sido hablar a menudo con los guardias civiles con quienes solía coincidir y eso bastó para que se propagara el rumor. Tras los asesinatos siempre había una frase justificadora, «algo habrá hecho», con la que quedaba limpia la conciencia personal y colectiva.

ETA y su difuso entorno usaron rumores para justificar sus asesinatos. Sus víctimas se vieron a menudo envueltas en campañas de difamación y calumnias que sembraron no solamente la desconfianza en algunos, sino también el miedo a significarse públicamente con la persona difamada. El rumor y la difamación eran el primer movimiento, expandir la desconfianza y el miedo el segundo, y apretar el gatillo la culminación de ese macabro compás en que la sentencia de muerte estaba dictada desde la primera nota.