TANIA DOMÍNGUEZ| IVÁN IGARTUA-EL CORREO
- El impacto de la guerra de Ucrania Encuestas oficiales sitúan en el 70% el apoyo de la población rusa a la invasión, pero los 10.000 detenidos en protestas y la oposición de muchos intelectuales no refrendan esa cifra
Que Rusia no es Putin, o que Putin no es toda Rusia, es una obviedad que a ratos cae presa de la polarización que tiende a simplificar la realidad en tiempos de conflicto. La invasión rusa de Ucrania ha colocado a toda la ciudadanía del país más extenso del mundo ante el espejo deforme que le ha suministrado el Kremlin, único responsable de la iniciativa de agredir militarmente al estado vecino. De la imagen que devuelve ese espejo, y del grado de credulidad de cada cual, proceden las dos visiones antagónicas que pueden encontrarse estos días en Rusia.
Es un hecho que la decisión de Putin ha dividido a los ciudadanos, aunque aún está por ver en qué medida, por más que las encuestas oficiales, como la del Centro Ruso de Investigación de la Opinión Pública, sitúen el apoyo a la operación militar especial -así la denominan- en un 68 o 70% de la población. Los partidarios del régimen acceden entusiasmados a colaborar en la propagación pretendidamente espontánea de la versión oficial, según la cual Rusia se ha visto obligada -por responsabilidad, dijo su líder- a intervenir en Ucrania para desmilitarizarla y desnazificarla, dos términos que comparten la letra Z, convertida en símbolo de los invasores y asociada por algunos de ellos (al parecer, erróneamente) a otra Z, la inicial de la expresión rusa ‘za pobedu’ (‘por la victoria’).
Este bando no tiene ninguna limitación a la hora de declarar su apoyo incondicional al gobierno, y su visión coincide con la que el Roskomnadzor, el servicio federal de supervisión de los medios de comunicación, ha establecido como única posible bajo pena de cárcel. Una vez eliminadas de la circulación la televisión Dozhd’ (Lluvia) y la mítica emisora de radio Ejo Moskvy (El Eco de Moscú), las noticias que se difunden no hablan de invasión, bombardeos o muertos. Por su parte, los rectores de cerca de doscientas universidades rusas se han alineado con el gobierno firmando una carta que reproduce escrupulosamente las consignas de Putin.
Enfrente se encuentran quienes, pese a la propaganda oficial y la ausencia de libertad de prensa, han conseguido obtener información fidedigna por otras vías, huyendo así de la intoxicación generalizada, y se atreven a cuestionar abiertamente la posición del Kremlin, llamando a las cosas por su nombre y saliendo a las calles a manifestarse. La diferencia, en cualquier caso, es sustancial: los pro-Putin son jaleados por el régimen, quienes protestan contra la agresión son detenidos y encarcelados (hasta el momento, más de 10.000). La oposición política, si bien atenazada y prácticamente anulada, trata de movilizar a la sociedad civil mediante convocatorias que llegan, como en el caso de Alekséi Navalni, desde la misma cárcel, donde lleva más de 400 días después de haber estado al borde de la muerte por envenenamiento. Navalni ha instado a sus compatriotas a «no convertirse en una nación bajo el silencio del miedo, en cobardes que pretenden ignorar la guerra de agresión desatada por nuestro zar, obviamente loco, contra Ucrania». Pero la contestación pública entraña consecuencias cada vez más graves para las personas. La sola mención de la palabra «guerra» es considerada delito.
En el ámbito de la ciencia y la cultura la respuesta a la invasión de Ucrania no se ha hecho esperar. El mismo día 24 de febrero, horas después de que Putin anunciara la decisión, un grupo singularmente representativo de 600 científicos, académicos y profesores de universidad (entre ellos algún premio Nobel y numerosos miembros de la Academia Europea y de la Academia de Ciencias de la Federación Rusa) publicaron una carta abierta en la que expresaban su rotundo rechazo a la guerra desencadenada por el Kremlin, su desconfianza total en relación con los pretextos aducidos para la intervención y su respeto sin matices a la soberanía y la integridad territorial de Ucrania, un país asentado, decían, «sobre instituciones democráticas que realmente funcionan» y que «en absoluto representa amenaza alguna para la seguridad de nuestro país».
La denuncia del régimen ruso, suscrita ya por más de 5.000 expertos, llegaba en el escrito al punto de señalar al Kremlin como responsable de una «cínica traición a la memoria de quienes combatieron juntos al nazismo», cometida en nombre de unas ambiciones geopolíticas sostenidas por «fantasías historiosóficas» de nefasta calidad. Algunos de los firmantes han huido de Rusia. En las firmas de sus correos electrónicos habían añadido mensajes como «reconozco la independencia del pueblo ucraniano y condeno la agresión de mi país a Ucrania».
Revuelta en ciernes
Posteriormente, diversos colectivos (artistas, músicos, escritores) se han ido sumando a esta rebelión de al menos una parte de la ciudadanía, una revuelta en ciernes que nada tiene que ver aún con los efectos previsibles de las sanciones internacionales impuestas a la economía de Rusia. En estas primeras expresiones de rechazo del ataque a Ucrania el impulso es únicamente ético, en la mejor de las tradiciones del humanismo ruso.
Con todo, voces como la del historiador alemán Karl Schlögel, especialista en la época del Gran Terror soviético (años 1937-1938), han mostrado estos días su escepticismo acerca de una eventual reacción de la sociedad civil rusa. Schlögel se basa para ello en el comportamiento esencialmente sonámbulo que la ha caracterizado en otras ocasiones históricas. La acotación final de Aleksandr Pushkin en su tragedia Borís Godunov (1825), cuando, tras un nuevo cambio violento en el poder «el pueblo calla» (sin ser un silencio aquiescente), resume esa pasividad tradicional más allá de la ficción. Pero no tiene por qué ser siempre así.
Entre los rostros conocidos entre el público ruso que han hecho llamamientos a detener la guerra o la han calificado de crimen intolerable se encuentran el popular presentador de televisión Iván Úrgant, los tenistas Daniil Medvédev y Andréi Rubliov o el rapero Oxxxymiron, quien considera, acaso prematuramente, que «la mayoría de la sociedad rusa está en contra de la guerra de Putin». Una de las adhesiones más significadas al movimiento contra la invasión es seguramente la del grupo de rock DDT, liderado desde hace cuarenta años por Juri Shevchuk, un referente artístico -pero también moral- para varias generaciones de rusos.
No son, desde luego, los únicos que se han manifestado y se trata, en conjunto, de personalidades muy influyentes. Pese a la represión y el terror que está ejerciendo el Estado, ya totalitario sin tapujos de ninguna clase, esta senda de protesta podría acabar erosionando el control del Kremlin sobre las conciencias. A nada temen más que a la libertad de la gente.
Una encuesta encargada por la plataforma de Naválni y cuyos resultados se dieron a conocer el 7 de marzo registra un sensible incremento diario de quienes creen que Rusia juega un papel de agresor en el conflicto (frente a las funciones alternativas de liberador o pacificador). El 25 de febrero concitaba el 29% de las respuestas, el 3 de marzo estas se dispararon hasta el 53%, tras un crecimiento gradual en los días anteriores. Además, un 79% se muestra favorable en estos momentos a detener la guerra. La encuesta es ciertamente limitada (700 respuestas) pero libre, y puede que sea síntoma de una tendencia real en la opinión pública.
¿Desastre interno?
El acorazamiento del régimen de Putin en todos sus frentes obstaculizará, sin lugar a dudas, cualquier atisbo de reacción social. Pero la agresión a Ucrania, además de hacer saltar por los aires los equilibrios internacionales, no todos estables, que hemos conocido en los últimos treinta años, ha fracturado ya -tal vez de forma decisiva- la sociedad rusa.
Algunos de sus representantes más lúcidos, pese a haber condenado sin paliativos el desafuero bélico, sienten ya el peso de las culpas colectivas de las que habló Karl Jaspers tras la II Guerra Mundial. En el polo opuesto otros secundan sin reservas la deriva del Kremlin, una huida desenfrenada hacia adelante que parece abocar a un desastre también interno que en algún momento arrollará al presidente y a su camarilla, como ha vaticinado Mijaíl Jodorkovski, antiguo oligarca enfrentado a Putin, que lo mantuvo en una cárcel de Siberia durante más de 8 años.
La escritora María Stepánova, en quien algunos identifican la nueva gran voz de la literatura rusa, declaró hace unos meses que Rusia está viviendo un secuestro de la historia, una sensación que, con su actuación y su discurso, Putin ha agravado en las últimas semanas hasta extremos insoportables. Solo queda esperar que el tirano no secuestre también el futuro del país y de su ciudadanía.