Pedro Insua-El Español
Con el reciente plan de Finlandia y Suecia de integrarse en la organización militar, el cerco sobre Rusia todavía se estrecha más al quedar todo el Báltico envuelto por países otánicos. En el caso de Finlandia, además, se trataría de la frontera más extensa en contigüidad con la frontera rusa, desde el golfo de Helsinki hasta Laponia.
Rusia ha amenazado con acciones militares si esto se consuma, como parece.
En su famoso artículo ¿El fin de la historia?, publicado en el verano de 1989, Francis Fukuyama se preguntaba lo siguiente, a propósito del triunfo de la democracia liberal capitalista, cuando ya las señales del desmoronamiento del bloque soviético parecían claras:
¿Existen «contradicciones» fundamentales en la vida humana que, no pudiendo resolverse en el marco de la democracia liberal capitalista, encontrarían una solución mediante una estructura político-económica alternativa?
Pocos recuerdan el sombrío final del artículo en el que Fukuyama, poniéndose el bigotón de Friedrich Nietzsche, dibujaba un panorama (el posthistórico) en el que, una vez comprobado que el «ideal de la democracia liberal no puede ser superado», sin rival ideológico tras la victoria capitalista, el tedio se apoderaría de la humanidad.
«Es el final de la historia y, con él, viene la nostalgia por el último hombre», sentenciaba Fukuyama. Un mundo, el poshistórico, habitado por individuos satisfechos de sí mismos, sin más cometido ni finalidad que el disfrute de su bienestar en un mercado pletórico y de placeres hedonistas.
«El fin de la historia será un tiempo muy triste», continuaba Fukuyama. «En la era posthistórica no habrá ni arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí, y veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia por aquellos tiempos en que existía la historia».
La clase turista, podríamos concluir, será la clase dominante.
Mientras tanto, el atlantismo triunfante, para mantener todo atado y bien atado, y consolidar así su victoria, cuenta esta historia como una lucha cósmica, maniquea, entre la «sociedad abierta» y sus enemigos: el fascismo o el comunismo.
De este modo, toda oposición a los planes o designios del Pentágono y sus aliados será inmediatamente sometida a la reductio ad hitlerum o ad stalinum. El opositor, señalado como enemigo «totalitario» situado en el «eje del mal», debe ser frenado y reconducido para regresar al camino de la libertad y la parousía democrática.
En el documental que Oliver Stone dedica a Putin, este responde a una de las cuestiones con aquello de que «la caída de la Unión Soviética es la mayor catástrofe del siglo XX».
Y añadía el dirigente ruso:
De la noche a la mañana, veintincinco millones de rusos, después de compartir, lengua, derechos, educación, se encontraron en el extranjero.
La Unión Soviética se fragmentó y muchos de esos nuevos Estados, las repúblicas bálticas, las caucásicas, Bielorrusia, Ucrania, etcétera, se convirtieron en «independientes». Lo que significó, no ya solamente un nuevo reordenamiento del exbloque soviético, sino una reordenación del tablero mundial.
Las nuevas repúblicas no eran, por supuesto, la restauración de sociedades previamente constituidas, como se pretende, como si la acción de la URSS nunca hubiera tenido lugar en ellas. Sino que eran (y siguen siendo) fragmentos del Estado soviético. Por lo tanto, su morfología interna era similar (en cuanto ex Repúblicas Socialistas Soviéticas) a la de la propia Rusia: industria, recursos mineros y agrícolas, y armamento, incluyendo el atómico.
Uno de los detalles importantes de este proceso, que también se revela en la entrevista de Oliver Stone, es que la deuda de esas nuevas repúblicas la va a asumir en su integridad Rusia, y las nuevas repúblicas lo compensarán, en parte, con el desarme nuclear que monopolizará Rusia.
Lo que ocurre, pues, es una división practicada por los vencedores sobre los vencidos (divide et impera) para conseguir que cada fragmento sea más dependiente de Occidente y lograr así que orbite en torno a la UE y los Estados Unidos, y que los fragmentos de la ex URSS no se vuelvan a reunir.
La Rusia de Putin se resiste a que este orden se consagre, porque significaría la división definitiva del bloque que formaba la Unión Soviética, y a que las distintas partes que lo formaban se vendan a precio de saldo en el «mercado libre» occidental.
Sabemos, naturalmente (pretendemos no ser ingenuos), que el orden del vencedor viene asociado con una propaganda maniquea, digamos apocalíptica, por la que, cualquier desafío frente a ese orden representará el caos, el mal absoluto, exigiendo a cualquiera un compromiso perentorio y disyuntivo con el Bien («comunismo o libertad»).
Pero claro, una cosa es la lucha ideológica, planteada en esos términos cósmicos, metafísicos, maniqueos (de buenos y de malos). Y otra muy distinta es la realpolitik, en la que lo que se ventila realmente son intereses y objetivos.
En definitiva, comprendemos la necesidad de la retórica y demagogia infantil, redentorista, para consolidar la victoria sobre el orden alternativo que pueda representar, si es que lo hace, la Rusia de Putin. Otra cosa muy distinta es que nos traguemos el cuento. La posthistoria es una pura quimera.