Miquel Giménez-Vozpópuli
- Los que sabotean el Hospital Zendal son algo, unos asesinos. Pero carecen de la menor importancia, salvo la criminal
Cuando no entendemos algo hecho por parecernos descomunalmente monstruoso es harto provechoso buscar en los libros. Especialmente entre los escritos por gente sabia que, forzosamente y salvo contadísimas excepciones, son de hace bastante tiempo. Al ver que en el Zendal se habían encontrado cables desenchufados voluntariamente, tuberías obstruidas, sistemas de ventilación desconectados, interruptores destrozados o incluso se había detectado el robo de piezas, un sabotaje en toda la regla, no pensé quiénes podían ser los autores, porque para eso está la Policía. Aunque puedo figurármelo. El Zendal es la demostración de que, incluso cuando el caos se abate sobre la sociedad, se puede reaccionar, bien como un cobarde embustero, bien como alguien responsable y sensato. Y Ayuso es lo segundo, cosa que molesta, y mucho, a los primeros.
Digo que no me devané los sesos intentando escudriñando si el causante era alguien enfadado por tener su trabajo lejos o no disponer de máquina de café. En cambio, me intrigó mucho la naturaleza de quienes cometen tales canalladas en un hospital que alberga a enfermos de covid, que están debatiéndose entre la vida y la muerte. ¿Quién puede hacer tales cosas? Buscando, encontré un libro del gran escritor T.S. Elliot, autor del magnífico The Waste Land. El poeta aseguraba que la mayor parte de los problemas del mundo se deben a la gente que quiere ser importante. Son los quince minutos de fama a los que todos tenemos derecho, según Andy Warhol. De ahí que esté convencido de que los saboteadores se sintieron enormemente orgullosos de sí mismos cuando cortaban cables y estropeaban aires acondicionados. Eran importantes. Estaban colaborando con su causa de manera decisiva, epopéyica, y debieron experimentar un sentimiento heroico, audaz, romántico incluso, si se me permite decirlo. Está claro que su nivel de empatía con sus semejantes está en las antípodas de cualquier ser humano, pero ya les contaba ayer lo de Cuixart, que veía como positivo que sus hijos pasasen por la cárcel.
Peligrosos, sí. Repugnantes, sí. Perseguibles, sí. Pero no son nadie, no son nada, no representan más que la excrecencia de la humanidad, son puro residuo corporal que el organismo expulsa por inservible
La gente que vive en un mundo mágico, con el delirio y la alteración que eso comporta respecto a la percepción de la realidad, es incapaz de concebir que con sus actos puedan contribuir a la muerte de unas personas como ellos que se diferencian tan solo en que han tenido la fatalidad de contraer la enfermedad, mientras que ellos no. Para ser más precisos, esos a quienes perjudican no son seres humanos, son meros accidentes que se interponen en su camino hacia Dios sabe que utopía. Es un elemento a considerar, porque estos criminales, que lo son, tienen una característica que los hace destacables en su inanidad intelectual: al ser amorales, pueden permitirse segar existencias sin mayor preocupación ni angustia. Hacen lo que hacen y los daños colaterales son precisamente eso, incidencias a consignar como dato estadístico a pie de página.
De ahí su banalidad. Peligrosos, sí. Repugnantes, sí. Perseguibles, sí. Pero no son nadie, no son nada, no representan más que la excrecencia de la humanidad, son puro residuo corporal que el organismo expulsa por inservible, por carecer de importancia, porque sobra. Aunque ellos y acaso quienes los apoyan piensen que su relevancia es histórica, porque todos los criminales creen a pies juntillas que la posteridad ha de reconocerlos como a héroes, están fatalmente destinados a que, si alguien se acuerda de sus biliosas personas, lo haga con asco y repugnancia, mientras se pregunta cómo se puede caer tan bajo y ser tan canalla. Son perros entrenados para dos cosas: destrozar a sus víctimas con saña y lamer agradecidos las botas de sus amos.
Creen que su “trabajo” es casi telúrico, pero nada más lejos de la realidad. Lo único que han conseguido con esos intentos de homicidio, puesto que a mi juicio lo son, es caer en la condición que señalaba Erasmo de Rotterdam acerca de quien perpetra un acto criminal: su único logro es convertirse en maldito. Y eso, en este mundo plagado de maldad, es no ser nadie, menos que nadie, apenas un excremento seco y solitario en medio del inmenso erial de su inútil existencia.