Desterrado, Unamuno decía ahogarse en el albañal en que se había convertido España. Un albañal es una cloaca o depósito de inmundicia; es de origen árabe como albañil, palabra que viene de ‘constructor’. Pero Unamuno no cejaba en su propósito de enderezar la realidad española, que le dolía «en el cogollo del corazón»; esto es, en lo mejor y más escogido de su interior.
Pocos años antes, el tarraconense Marcelino Domingo -maestro y político republicano- lamentaba que hubiera en España un Estado que no respondía a las inquietudes de la Nación. «España es hoy esto: el aniquilamiento de los mejores». Y los mejores, decía, tenían el valor de sacrificarse para hacer lo que veían necesario.
Domingo fue cofundador de Izquierda Republicana y en 1935 escribió: «Ni dictadura fascista, ni dictadura del proletariado: democracia liberal y constructiva. Ni Italia, ni Rusia: España». Y contrario a la pena de muerte y a la amnistía, pedía una justicia firme y humana, pues sólo así habría orden y se haría lo mejor.
En 1931, recién nombrado ministro de Instrucción Pública, voló desde Madrid a Barcelona, junto a los ministros de Economía, Lluís Nicolau d’Olwer, y de Justicia, Fernando de los Ríos. Persuadieron al coronel Macià para que abandonara su proyecto secesionista. Rescataron una institución medieval de recogida de impuestos, la Generalitat.
Marcelino murió con 55 años, ocho días después que Antonio Machado. En 1942, el franquismo, que cultivó la discordia y nos instaló en el desquiciamiento del albañal, se refirió a él de este modo: «La triste celebridad alcanzada por el encartado como uno de los más caracterizados enemigos de la Patria».