EL CORREO 20/01/15
ANTONIO ELORZA
· No podemos acabar como la Universidad de Oxford, que prohíbe en sus publicaciones la figura de esa cerdita «para no herir la sensibilidad de musulmanes y judíos»
Cada uno tiene sus pasiones, y la de quien esto escribe consiste en la visita periódica a Tarquinia, pequeña ciudad medieval, sembrada de torres, a unos cien kilómetros de Roma, conforme van abriéndose al público sucesivas ‘tombe dipinte’, tumbas con decoración iconográfica que constituyen una fascinante muestra de pintura etrusca. El pasado viernes, la sorpresa al llegar a la estación fue saber que unos minutos más tarde, en la Biblioteca Municipal, tenía lugar en la Biblioteca Municipal un homenaje a los dibujantes asesinados de ‘CharlieHebdo’. Amen de expresar la solidaridad y la condena del crimen, se trataba de recordar la exposición de dibujos del semanario que tuvo lugar allí en 1970, de manera que a los discursos evocativos de la amistad con unos dibujantes muy simpáticos, fue añadida una pequeña presentación de las obras supervivientes. Una de ellas era una estupenda viñeta antirracista de Wolinski, con un tipejo al que le preguntaban primero qué era un judío, respondiendo que quien tenía madre judía, y luego qué era un árabe: «¡A ese se le ve!», replicaba el racista con cara de asco. El recuerdo de otra viñeta hoy perdida, esta vez del belga JeanPaul Walravens ( ‘Picha’ ) permitió comprobar la vocación provocadora de ‘Charlie’ frente a la religión, en la imagen de la monja jugando con un crucifijo, y también que las transgresiones, apreciables en otros dibujos, tuvieron como respuesta denuncias y juicios. Pero eso era una cosa y otra replicar con el asesinato colectivo. El presentador del acto, profesor de filosofía, extrajo la conclusión: lo peor del atentado contra ‘Charlie-Hebdo’, por supuesto después de las muertes, sería que se impusiera la intimidación contra la libertad de expresión, y con ella la autocensura.
Por desgracia, acertó en el diagnóstico. La espléndida manifestación del domingo día 11 creó una impresión de unanimidad antiterrorista, quebrada casi de i nmediato por lo que Shalman Rushdie ha llamado para este caso la hegemonía del ‘sí, pero’. Lo sucedido recuerda el antecedente de las grandes movilizaciones antiterroristas por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Faltó tiempo para que muchas se apresurasen a bajarse del carro de las adhesiones, y lo peor es que lo hayan hecho ahora poniendo en tela de juicio la legitimidad de la propia condena, que progresivamente resulta transferida a las víctimas. Es muy significativo que el no al yihadismo se dé por supuesto, como si no interesara en ello más que acertar en la quiniela de si eran del Estado Islámico o de Al-Qaida, sin profundizar en el problema fundamental de la persistencia de la concepción originaria de yihad en el comportamiento de minorías activas que protagonizan hoy el terror. Dicho de otro modo, cómo se forman los yihadistas desde una lectura que desgraciadamente es ortodoxa de los libros sagrados. Y en cambio, por una interpretación con frecuencia mal documentada, se sugiere de un modo u otro que lo de ‘CharlieHebdo’, si bien exagerado hasta lo inaceptable, fue fruto de un castigo buscado por el ejercicio desmesurado de la provocación.
La rápida generalización de esta coartada pudo observarse ante la cascada de adhesiones que recibió el artículo de un periodista norteamericano ‘¡Yo no soy Charlie Hebdo!’, lo suficientemente efectivo como para fundamentar un discurso de legitimación de la propia pasividad. De analizar el yihadismo nada, con decir no a la muerte basta, y a partir de ahí elogio del distanciamiento respecto de unos ‘provocadores’, ‘blasfemos’, etc. Semejante toma de posición arranca siempre de suponer que «Charlie-Hebdo publicó las caricaturas», olvidando que los destinatarios de la sátira no eran los principios teológicos del islam, sino los fanáticos que antes protagonizaran las manifestaciones violentas contra embajadas e instituciones danesas y europeas. Las caricaturas danesas figuraban en páginas interiores del semanario, a pequeño tamaño, y algunas resultaban casi incomprensibles. Pero esto se olvida.
El principal error consiste en plantear la disyuntiva entre la libertad de expresión y la ofensa a la religión, añadiendo aquí con frecuencia la necesidad de respetar el rechazo del islam a las imágenes, y sobre todo a la del Profeta, así como de hacerle objeto de representaciones satíricas. Es ‘la ofensa’, que saca a colación el propio papa Francisco en sus declaraciones sobre el asunto ‘de París’. El dilema encierra una falacia, por lo que concierne a la libertad de expresión, a la cual no deben ser puestos límites externos, léase censura, pero que como todo derecho se inserta en un marco normativo. Claro que de forma equivocada un juez puede invalidar este recurso (ejemplo: absolución de Otegi después de calificar al Rey de «jefe de los torturadores»). Es lo que ocurrió claramente con dos de las caricaturas danesas, la del turbante/bomba y la del musulmán con el alfanje, que debieron ser denunciadas, sino que ello afectara a la plena libertad de expresión. No por ser tratarse de la religión, sino por ser vulnerado el derecho de los creyentes a no ser presentados como terroristas.
Cosa bien diferente es que a la sombra de ‘la ofensa’, adoptemos nosotros la sharía. En su mundo, los musulmanes pueden perfectamente imponer la prohibición de la figura de Mahoma; no podemos ni debemos hacerla nuestra. De otro modo, terminaremos como la Universidad de Oxford, prohibiendo en sus publicaciones la figura de una simpática cerdita, Peppa Pig, «para no herir la sensibilidad de musulmanes y judíos» (incluidos para aderezar el irracionalismo). Cosas de tener por profesor al integrista disfrazado Tariq Ramadan. Autocensura hasta el delirio, olvidando que tal imposición de lo irracional allana el camino del terror en la mentalidad social. Tendremos a los tres cerditos convertidos en los tres corderitos. Así que salvemos a Peppa Pig, salvemos nuestra propia libertad.