José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • El pacto con ERC es impracticable en los términos actuales y Sánchez lo sabe. Es consciente de que si lo cumple colapsará cualquier posibilidad de volver a ganar las elecciones

Hay decisiones políticas malas (convocar elecciones anticipadas y perder escaños, como le ocurrió a Sánchez en noviembre de 2019), hay decisiones peores (coaligarse con Podemos, como hizo Sánchez contradiciendo sus propias afirmaciones de que no lo haría) y hay decisiones pésimas (firmar un acuerdo con ERC para crear una mesa de diálogo sin referencias legales ni políticas y sin apoyatura jurídica). Y las decisiones malas, peores y pésimas desencadenan consecuencias de igual naturaleza y no siempre reversibles. Las dos primeras que adoptó Pedro Sánchez —repetir comicios generales y aliarse con Unidas Podemos— no tienen remedio y están consolidadas.

Sin embargo, es posible revertir las consecuencias indeseables del acuerdo con ERC, que consiste en establecer sin reglas “un diálogo abierto” sobre las propuestas que se presenten, que por parte de los secesionistas son el reconocimiento del derecho de autodeterminación y la amnistía para los condenados por los hechos de septiembre y octubre de 2017. Gracias a ese acuerdo tan temerario, Sánchez fue investido presidente del Gobierno: los republicanos catalanes (13 escaños) se abstuvieron el 7 de enero del pasado año y abrieron al socialista las puertas de la Moncloa.

El pacto con ERC es impracticable en los términos actuales y Sánchez lo sabe: le ahogará. Más aún: es consciente de que si trata de cumplirlo colapsará cualquier posibilidad de volver a ganar las elecciones. El mayor problema de España no es el económico y social —siendo fundamental; ni la tóxica relación del PSOE con UP en el Consejo de Ministros—, sino la subordinación y dependencia del Gobierno de los separatistas catalanes secundados por EH Bildu y, en otra medida, por el PNV. Esa vinculación con el partido presidido por Oriol Junqueras está disminuyendo las posibilidades electorales del PSOE, generando otras consecuencias indeseables de agravio comparativo e impidiendo la normalidad institucional, alterada por la hostilidad de los republicanos y demás secesionistas a la Constitución, contra la que se une también en aspectos esenciales Unidas Podemos.

En estos últimos meses —incluso aunque los independentistas ganaran las elecciones autonómicas de febrero pasado con mayoría absoluta, pero con una baja participación (53,6%) y el abandono de 700.000 de sus anteriores votantes—, el separatismo catalán presenta síntomas de significativa fragilidad. El más evidente es la redoblada hostilidad entre las tres fuerzas parlamentarias —ERC, JxCAT y CUP— que neutraliza su acción conjunta, somete a Aragonès a la guillotina de una moción de confianza a mitad de legislatura, amenaza con no aprobarle el Presupuesto —ya se ha ofrecido el PSC a ayudarle— y discrepa sobre la institucionalización oficiosa y paralela a la estatutaria y constitucional con un decaído Consejo de la República.

La mesa de diálogo es paralela a la prevista en el Estatuto de Autonomía catalán, ya en marcha, y se configura como “de Gobierno a Gobierno” —de tú a tú—, pero no está expresamente previsto que el presidente Sánchez deba asistir a sus eventuales sesiones. Y parece que la que se celebre —¿o no?— el 16 o 17, después de la Diada del próximo sábado, no contaría con su presencia, algo que Aragonès “no podría comprender”. No le falta razón al ‘president’: sin el jefe del Gobierno central sentado a la mesa, en la sesión prevista en Barcelona y en abierta interlocución con la contraparte que le planteará la autodeterminación y la amnistía, el foro se devalúa por completo.

Sánchez no está ofreciendo señales que hagan suponer que se vaya a introducir dócilmente en esa ratonera. No es probable que asista si el orden del día le obliga a aproximarse, siquiera dialécticamente, a las denominadas ‘líneas rojas’. Menos aún tras las inquietantes informaciones del NYT sobre los contactos entre Puigdemont y los servicios secretos rusos —negados por Moscú— y la suspensión de la ampliación de El Prat (1.700 millones de euros) debida al obstruccionismo de la Generalitat y de la alcaldesa de Barcelona, presunta socia del PSC en el ayuntamiento de la Ciudad Condal. Una decisión que permite suponer una congelación de las relaciones entre Moncloa y Sant Jaume.

Al mismo tiempo, el Gobierno ha descartado en su próximo programa legislativo el envío de un proyecto de ley orgánica para modificar en el Código Penal los delitos de sedición y rebelión. Quizá porque no tuviera los apoyos necesarios, incluso de los propios independentistas; o quizá porque considerase que bastante ha hecho ya con la concesión de los indultos, decisión adoptada contra el criterio de la Fiscalía y de la Sala Segunda del Supremo y con alto coste de imagen pública y significativo rechazo social. Ahora, una reforma de esos delitos beneficiaría de manera singular a Puigdemont, Comín, Ponsatí y Rovira, e inutilizaría las instrucciones penales en decenas de procedimientos judiciales en Cataluña pendientes de juicio oral y sentencia.

¿Se estaría imponiendo un giro sensato sobre la pésima decisión de acordar una mesa de diálogo sin límites en la que los separatistas mantendrían la verosimilitud de sus propósitos? Podría ser. Debería ser. Esa mesa de diálogo no tiene futuro y sí demasiada dinamita política para el Gobierno. Toda la razonable interlocución con las autoridades catalanas debe reconducirse a la mesa estatutaria que ya se ha reunido y a las multilaterales sectoriales previstas en el ordenamiento jurídico.

Por otra parte, ERC y el PSOE, con los 33 escaños de Salvador Illa y la colaboración de los comunes en el Parlamento catalán, pueden permitir a Aragonès continuar la legislatura, zafarse de la vigilancia inquisitorial de JxCAT y la CUP —además de la de las organizaciones sociales secesionistas— y de la tutela pretendida por Waterloo. Pero sea así o no sea (que probablemente no lo será), Sánchez solo tiene la opción de rectificar en Cataluña para no incrementar sus fracasos. Ausentarse de la mesa de diálogo este mes de septiembre y abandonar, por el momento, la idea de reformar los tipos penales de la sedición y la rebelión constituirían aciertos y adelantarían una corrección de rumbo necesaria para la estabilidad de nuestro sistema constitucional y para la normalización política. Porque no hay mayor excepcionalidad injustificada que un Gobierno legítimo de España se siente a una mesa para escuchar cómo otro autonómico le reclama que desguace el Estado y la nación e intente legislar la concesión de la impunidad.