El problema de España no es que Feijóo sea un líder menos ardoroso de lo que le gustaría a parte de sus seguidores y menos manso de lo que desearían casi todos sus adversarios. O que se esté aclimatando más deprisa o más despacio a la presión política de Madrid. Ni siquiera que vaya a hacerlo mejor o peor en el mitin de este domingo y en el debate de investidura que, a partir del martes, se convertirá en la primera moción de censura preventiva de la democracia.
El problema de España no es que Ayuso mantenga un estilo propio de oposición a Sánchez sin tregua ni cuartel, desde el alba hasta al anochecer, siete días por semana, trescientos sesenta y cinco días al año, mientras además continúa haciendo de la Comunidad de Madrid un vector de progreso y prosperidad que no deja de atraer inversiones y residentes. «No habrá un segundo conflicto como el de Casado«, explican ella y su equipo, subrayando su plena sintonía con el líder de Génova.
El problema de España no es que Aznar influya mucho o poco en Feijóo o en Ayuso —más bien es un sólido y discreto puente entre ambos—, que caliente más o menos los ánimos de los millones de españoles que siguen confiando en él. Ni siquiera que sea más o menos coherente, al oponerse a las concesiones a los separatistas, con sus propias negociaciones y tratos de hace un cuarto de siglo en un marco y grado completamente distintos.
El problema de España no es que Cuca Gamarra, Elías Bendodo y Borja Sémper —sin duda el mejor tridente político que ha tenido el PP en la oposición— estén un día más acertados o coordinados que otro. O estén tardando más o menos en somatizar el desmoronamiento de sus expectativas ante el 23-J y la dureza del papel que les aguarda en medio de la incertidumbre. O, por supuesto, tampoco el nivel de bilis negra, blanca y amarilla que su serenidad y aplomo segrega en los Savonarola de la ultraderecha mediática.
El problema de España no es que la buena labor que ya se atisba de presidentes autonómicos del PP como Mazón o Azcón con sus bajadas de impuestos y su clara política lingüística pueda verse lastrada o ensombrecida por gestos reaccionarios de sus socios de Vox. O esté topándose, por supuesto, con la áspera resistencia del supremacismo pancatalanista. O no termine de estar engarzada al cien por cien en el engranaje político de Génova.
Nada de esto es realmente importante. Son habladurías, fruslerías, todo lo más escaramuzas de medio pelo, cotufas en el golfo que diría Torrente. Y, sin embargo, repasen bien este temario porque, si le añadimos ahora el vituperio de González y Guerra, constituye la línea vertebral de la agenda informativa diaria de los medios y tertulianos gubernamentales.
Tanta hipertrofia en la presentación de las supuestas tensiones internas del PP obedece, claro, a la necesidad de crear una dinámica de profecía autocumplida. Que, a base de hablar de ello, termine sucediendo. Porque, a menos que el PP se rompa o como mínimo se agriete pronto, toda la atención de la opinión pública quedará inexorablemente concentrada en el proceso de agrietamiento con grave riesgo de ruptura de la España constitucional que temerariamente abandera Sánchez, con la creciente oposición de gran parte del PSOE.
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En los vaivenes entre el elemental sentido de la autopreservación que a veces aún se atisba en alguno de los alfiles de Moncloa y la pulsión suicida que va marcando la senda de los hechos, vuelvo a ser pesimista. De nuevo veo más cerca el acuerdo de investidura mientras se difumina la repetición de elecciones. Y es que tanto Puigdemont como Sánchez han acelerado esta semana su carrera al encuentro del otro, sentando las bases de lo que pronto derivará en una especie de Sociedad de Engaños Mutuos.
Es muy significativo que el prófugo de Waterloo se haya dado por satisfecho con el fallido intento del Gobierno de convertir al catalán en lengua oficial de la UE, a sabiendas que el asunto difícilmente saldrá del cajón en el que ha sido enterrado. Algo que contradice la nota oficial de Junts sobre las condiciones para apoyar a Francina Armengol como presidenta del Congreso, en la que se hablaba expresamente de «su aprobación».
Y no digamos la advertencia de una persona tan próxima a Puigdemont como Pilar Rahola: «La aprobación de la oficialidad del catalán dependerá de la implicación de España y será un termómetro para saber si Sánchez ha entendido las reglas del juego, o todavía cree que puede burlarlas. En todo caso, si fracasa el catalán, ay, Pedrito, ay, la investidura…».
«Tanto Sánchez como Puigdemont sabían desde el principio que era imposible lograr la unanimidad de los 27 para la oficialidad del catalán»
A la hora de la verdad ha bastado, sin embargo, el amago, endulzado —eso sí— con la proclamación de la preeminencia del catalán sobre el gallego y el euskera, en base a su número de hablantes. Por cierto, si ese fuera el criterio, mucho antes tendría la UE que convertir en lengua oficial el árabe.
Tanto Sánchez como Puigdemont sabían perfectamente desde el principio que era imposible lograr la unanimidad de los 27 en un asunto con gran riesgo de contagio y reverberación. Pero fingieron haber llegado a un acuerdo histórico en torno a un «hecho comprobable». Y a sabiendas de que el globo se pincharía el pasado martes, improvisaron como sucedáneo el adelanto de la implantación del Congreso políglota, incluso antes de su aprobación formal.
Como dijo para los anales uno de mis contertulios en la siempre equilibrada mesa de comentario de 24 Horas el pasado miércoles, «se había vulnerado el reglamento, pero bueno, había ganas de hacerlo».
Más que ganas, necesidad. Un mero aperitivo de la violación de la Constitución, la ética y la estética que supondrá la ley de amnistía que, por primera vez, Sánchez ha sugerido estar dispuesto a impulsar.
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Aunque los medios a los que mantiene en la complicidad de sus propósitos no hubieran coincidido en que sus palabras en Nueva York suponían «abrir la puerta a la amnistía», ese habría sido el único corolario lógico. ¿O qué sentido alternativo tendría que a una pregunta sobre por qué ya no reclama que Puigdemont quede a disposición de la Justicia, Sánchez respondiera que «una crisis política nunca tuvo que derivar en una acción judicial», omitiendo que entre ese antecedente y ese consecuente tuvieron lugar gravísimos delitos que él mismo calificó en su día de «rebelión»?
Con esa elipsis lo mismo podríamos decir del 23-F —en el que tampoco murió nadie—, de los crímenes de ETA e incluso del 11-M. ¿Acaso no respondieron Milans, Armada y Tejero a una «crisis política» desatada en la misma cúpula del Estado? ¿No es también un «conflicto político» equivalente al de Cataluña el que invoca Josu Ternera, desde la repugnante banalidad del mal, para justificar ante Évole los coches bomba y los tiros en la nuca? ¿Y no eran «políticas» las motivaciones de Barrionuevo y Vera, Chaves y Griñán, por referirme tan sólo a altos cargos del PSOE juzgados y condenados por los tribunales?
Son preguntas sin respuesta. Para que Puigdemont y sus secuaces vayan a ser los únicos delincuentes con coartada política eximidos del banquillo, no existe más motivo ni razón que el empecinamiento de Sánchez en conservar el poder a toda costa.
«¿De verdad le compensa a Sánchez comprar unos meses o incluso unos años de poder a cambio de pasar a la posteridad con un aura tan infame?»
Hacia ese abismo moral nos encaminamos, porque hasta sus ganapanes más serviles saben que la única diferencia sustancial entre el desenlace de todos esos casos, en los que muy distintos delitos fueron castigados con muy distintas penas, y la impunidad de la intentona golpista de octubre del 17, es que lo que ahora va a comprar el presidente, «como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo», es su propia investidura.
¡La Investidura de las Siete Monedas! ¿De verdad le compensa comprar unos meses o incluso unos años de poder a cambio de pasar a la posteridad con un aura tan infame como la del autor del anterior entrecomillado?
«Marchemos todos y yo el primero por la senda constitucional», dijo el Rey Felón tres años antes de volver a mancillarla.
«La base de nuestra convivencia radica en el imperio de la ley y ello se traduce en que nada ni nadie está fuera de la ley… La democracia española dio una respuesta dentro de la ley a quienes se situaron fuera de la ley… A diferencia de la amnistía, claramente inconstitucional, que se reclama desde algunos sectores independentistas, el indulto no hace desaparecer el delito», proclamó este Gobierno, es decir Sánchez, hace tan sólo dos años.
¿Habrá algún historiador que acepte la explicación de que Fernando VII y Pedro Sánchez sólo eran gobernantes que «cambiaban de opinión»?
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Frente a los hondos argumentos esgrimidos por González y Guerra o por tantos intelectuales de izquierdas, la guardia de corps de Sánchez y cuantos se juegan el estipendio en el envite sólo oponen descalificaciones ad hominem, equiparaciones anacrónicas y analogías desquiciadas.
Baste el ejemplo de quienes quieren hacer creer a los más desinformados que esta amnistía podrá homologarse a las «amnistías fiscales» del pasado. Sólo quien confunda la ingesta de una botella de champán con la navegación a bordo de un champán por las rutas fluviales de China incurrirá en un disparate equivalente.
Siempre quedará, claro está, la justificación utilitarista de quienes alegan que esta concesión desagradable, antiestética y tal vez un poquito ilegal servirá para restañar heridas y afianzar el encaje de Cataluña en España, sobre la base de que traiga aparejada una renuncia al unilateralismo por parte de Puigdemont y Junqueras.
«El PSOE no tendrá forma de hacernos creer que, después de lo ocurrido con la amnistía, no cambiará también de opinión sobre el referéndum»
Son esas almas de cántaro que, con tal de cuadrar su conciencia con su conveniencia, están dispuestos a soslayar todas las manifestaciones expresas de los líderes separatistas, siempre que las maniobras orquestales en la oscuridad generen un texto ambiguo que permita interpretar como renuncia lo que en el mejor de los casos sólo será un aparcamiento temporal.
Esos amorales por interés o sectarismo nos dirán a continuación que será Cándido Conde-Pumpido quien establezca dentro de unos cuantos años si la amnistía ya ejecutada es constitucional o no. Y añadirán que la verdadera línea roja que no cabe en la Constitución y nunca permitirán que se traspase es la del referéndum de autodeterminación. Pero, claro, no tendrán forma humana de hacernos creer que, después de lo ocurrido con la amnistía, no cambiarán también en esto de opinión.
Ensalzarán, además, como loros de repetición la «coherencia» de Sánchez al seguir dando pasos en favor del «diálogo», la «concordia» y sobre todo la «desinflamación» en Cataluña. ¿Pero no habíamos quedado que ese efecto ya se había conseguido con los indultos y la Mesa bilateral y que por eso arrasó la lista encabezada por Meritxell Batet? ¿O es que, como de manera creciente se teme en las agrupaciones locales del PSC, la verdadera «desinflamación» no llegará hasta que Puigdemont sea repuesto al frente de la Generalitat, truncando así el hasta ahora bien encaminado proyecto de Illa?
Tal vez por eso sea en Barcelona, no en Madrid, donde ha aparecido un mural con Sánchez y Puigdemont dándose, no un pico, sino un morreo más que consentido. Es obra del artista urbano TVboy y va acompañado de la leyenda: «Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal».
Tomando como referencia esas mismas palabras, creo que es más premonitorio avanzar un par de escenas en el relato y representar, como hoy hace Javier Muñoz, el apretón de manos de Don Giovanni con la estatua de piedra del Comendador. Un apretón de manos del que el Burlador ya no se desprenderá hasta que su consume su descenso a los infiernos. El libreto también aporta su correspondiente texto: «¡Qué insólito pavor se apodera de mis facultades! ¿De dónde surgen estos torbellinos de horrendo fuego?».