Rubén Amón-El Confidencial
El líder socialista e Iglesias recuperan la concepción frentista y sectaria con que empezó la legislatura, haciendo inventario de enemigos: la derecha, el sector privado, los empresarios
Se ha consumido como una ilusión efímera la expectativa de una reacción política homogénea a la emergencia del coronavirus. Y no exactamente por la deslealtad que se le podría imputar a Pablo Casado, sino porque el sesgo ideológico de la reacción gubernamental tanto reanuda la fractura de la sociedad —lo público contra lo privado, el empresario contra los trabajadores, la izquierda contra la derecha…— como divide al propio Ejecutivo entre justicieros y tecnócratas.
No se le puede reclamar cohesión a la sociedad cuando el propio Gobierno no ha sabido inculcarla entre las butacas del propio Consejo de Ministros. La literatura que rodea al duelo de Pablo Iglesias y Nadia Calviño en la confrontación de los modelos y de las soluciones malogra la hipótesis de la concordia nacional.
Difícilmente puede concebirse desde el momento en que la legislatura ha recuperado el énfasis excluyente y sectario con que había comenzado. Sánchez ha recuperado la noción del frentismo. No ya convirtiendo al PP y a Ciudadanos en malformaciones políticas del neoliberalismo, sino estableciendo la demonización de la clase empresarial. Se impide a los empresarios despedir. Se los obliga a ejecutar permisos remunerados. Se los amenaza con la tortura de Hacienda. Y se los convierte en una suerte de categoría irresponsable e insolidaria, predisponiendo por añadidura una relación frontal y temeraria con los trabajadores.
El enfoque doctrinal y revanchista que lidera Iglesias entronca con la vocación de una rancia y antigua concepción proletaria. De hecho, el sector privado permanece expuesto a un escrutinio temerario y vengador del que se desprende al mismo tiempo una visión pletórica y extasiada del sector público. Es una manera irresponsable de diagnosticar la sociedad y de fomentar una solución homogénea, pero Sánchez ha resucitado la concepción política del antagonismo. Necesita enemigos para abstraerse de su negligencia. Y se ha propuesto desenmascararlos con el megáfono de Pablo Iglesias, cuya purga ejemplar y ejemplarizante se relame en la presión a los empresarios, rehabilita el monstruo de la ultraderecha y estimula el sueño húmedo de las privatizaciones.
La emergencia sanitaria ha precipitado un estado de emergencia ideológico que exaspera la hipótesis de una nación unida y que propone a cambio la tregua supersticiosa de una hibernación. Sánchez nos trata como menores de edad. Nos narcotiza con eufemismos. Y nos promete la resurrección en tragicómica coincidencia con la Semana Santa. Dejaremos la metáfora del Gólgota para otras ocasiones.
Puede que España termine siendo el país con más contagiados por el coronavirus. Y el más afectado en número de muertos y de personal sanitario infectado. Tendremos que preguntarnos por qué somos tan diferentes. Y por qué se ha desmoronado el eslogan que nos identificaba como la mejor sanidad del mundo. Después sobrevendrán las otras cifras. Y terminarán siendo otro problema de salud publica. Por las empresas que van a clausurar. Por los puestos de trabajo que van a perderse. Y porque no puede dividirse una sociedad entre funcionarios y laicos, más allá de que Iglesias se observe a sí mismo como “la Libertad guiando a los currantes”.
Era responsabilidad de Sánchez aglutinar una respuesta, incitar la cooperación de los adversarios naturales. No solo dentro de su propio Gobierno, sino implicando el criterio y el conocimiento de los partidos opositores. Una emergencia nacional requiere también un Gobierno de concentración y un proyecto unificador, pero el líder socialista necesita enemigos. Y es un maestro en el arte de alimentarlos.