Francisco Rosell-El Mundo
Basada en una novela autobiográfica, la cinta narra la historia de un ejecutivo de banca habituado por sistema a decir que no hasta forjar su carácter y que resuelve dar un giro radical a su modo de ser y actuar. Así, tras apuntarse a un original programa de autoayuda que gravita sobre la idea de aceptar cualquier cosa que le propongan, el personaje del no es no se transfigura en el hombre del sí por adelantado. Ello le produce una felicidad inmediata, sin apercibirse de los riesgos, hasta que cae atrapado en una red cuyos retículos le aprietan lenta e imperceptiblemente.
Después de ganarle la moción de censura a un Mariano Rajoy que se cayó con todo el equipo, nuestro Yes man Sánchez vive instalado en un estado de júbilo rayano en el éxtasis. Ello le ha llevado a exhibirse como una especie de Barack Obama blanco en la cuenta oficial en Twitter de La Moncloa. Ora corriendo por los jardines del Palacio, ora haciendo caricias a su mascota, ora volando en el avión presidencial, ora presumiendo de gafas de sol, ora mostrando un primer plano de esas manos suyas que, según sus apologistas, «marcan la determinación del Gobierno»… Y así hasta desatar un aluvión de críticas que le ha debido hacer sentirse ese mismo imbécil arrogante que Barack Obama cuando, según admite en el libro La audacia de la esperanza, se equiparó, sin haber llegado aún a la Casa Blanca, con Abraham Lincoln.
En uno de sus días más duros como político, según confiesa, tuvo que tragarse el sapo de una ácida columna de una conocida analista de The Wall Street Journal que lo puso literalmente a caldo por compararse con Abraham Lincoln a la hora de escapar de la pobreza, así como por su determinación en las derrotas.
«El currículo de Barack Obama no está mal –remarcó la periodista–, pero no hay cabañas de madera en él. Y, hasta ahora, tampoco hay grandeza. Si sigue hablando de sí mismo de este modo, nunca la habrá». El ex presidente norteamericano, quien esta semana llega a España en viaje de vacaciones, sacó una lección que no ha olvidado: «En política, improvisaciones, pocas. Todo debe ser medido y mesurado».
Mucho más, desde luego, un presidente en precario como Pedro Sánchez, que no puede tomar decisiones de calado sin el concurso de una legión de grupos parlamentarios de carácter antisistema e independentista, por lo que presumir de determinación en esas condiciones tan onerosas no deja de resultar un sarcasmo.
Aunque existan –como sentenció Freud, no sin retintín– dos maneras de ser feliz en esta vida –una es hacerse el idiota y otra serlo–, Pedro Sánchez no puede olvidar su situación de extrema debilidad que ya se encarga de recordárselo jesuitamente el PNV, ásperamente los independentistas catalanes o biliosamente Podemos.
De hecho, Sánchez no deja de girar cheques en blanco y ver si le llegan los fondos para afrontar unas elecciones generales anticipadas que le refuercen en el Gobierno.
Cuando en el debate de la moción de censura le afeó el PP que concurriera con un programa en blanco, no repararon sus portavoces en que la blancura era de los cheques que habría de firmar si alcanzaba el poder, como corrobora a marchas forzadas.
Así está siendo, en efecto, con anuncios como el acercamiento/excarcelación de presos etarras y de los golpistas del pasado 1 de octubre a presidios del País Vasco y Cataluña, facilitando la progresión de grado a los primeros y propiciando tratos de favor a los segundos en centros penitenciarios dirigidos por subordinados de los reclusos, inclinados a la menor ocasión –ni qué decir tiene– a darles una copia de las llaves de la trena.
Ello revela su circunstancia de presidente atado de pies y manos a quienes no ocultan su voluntad de destruir España y que ahora, además, pueden operar cómodamente, no ya desde las estructuras periféricas del Estado, sino desde su sala de máquinas al tener a su merced al timonel de la nave.
Agigantados, están resueltos a poner incluso en jaque al Rey ante la pasividad de un Gobierno que, si permite el desguace de la nación, poco le ha de importar entregar la Corona de un monarca sin presidente del Gobierno. Todos los aliados parlamentarios de Pedro Sánchez hacen causa contra la Monarquía y hacen de ella diana de sus venablos.
No ayuda a corregir esta apreciación la actitud evasiva de Sánchez incluso ante tentativas por desacreditar la democracia española por parte del presidente de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, con el dinero de todos, como esta misma semana en un festival folclórico en Washington, y su falta de respaldo público al embajador, Pedro Morenés, ex ministro de Defensa, quien desmontó educadamente las mentiras que los secesionistas repiten en su demagógica campaña propagandística por todo el mundo, avivando una nueva leyenda negra contra España.
Si un representante diplomático no puede mantenerse impasible cuando se insulta y descalifica de ese modo a los españoles, como aseveró el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, mucho menos debiera hacerlo el presidente, aunque le mueva su interés por no perjudicar el encuentro anunciado con Torra para la segunda semana de julio.
Frente a un independentismo que se reafirma en sus posiciones, la distensión perseguida por Pedro Sánchez es, en realidad, allanamiento a quienes supeditan cualquier diálogo a la celebración de un referéndum vinculante de autodeterminación, por mucho que crea poder desinflamar un conflicto que endosa en el debe de Rajoy, cuya falta de criterio y de estrategia habría favorecido la ruptura de Cataluña.
Algo sorprendente en un presidente que no sólo apoyó la aplicación del 155 y que no está en condiciones de descartar que tenga que reactivarlo, circunstancia de la que ya debería estar advertida la actual delegada del Gobierno en Cataluña, Teresa Cunillera, quien rompió en su día la disciplina de voto socialista para dar su sí al derecho a decidir, eufemismo de la autodeterminación.
Para hacer frente a quienes se alzan contra el Estado de derecho, no parece que sea cosa fingir ceguera y no darse nunca por agraviado. Si Sánchez cree que, de ese modo, gana tiempo hasta el día D electoral, aviado va. Se engaña porque lo que realmente hace es perderlo lastimosamente y permitir que el independentismo consolide posiciones en su larga marcha hacia su objetivo último. Sánchez debiera atender la advertencia del viejo proverbio indio que avisa de que quien monta un tigre no puede descabalgar cuando se le antoja.
Las mayores catástrofes se anuncian a menudo paso a paso, y el separatismo –como certifica fehacientemente el juez Pablo Llarena en su instrucción del golpe de Estado del 1-O– viene dando serios aldabonazos como para hacerse el dormido detrás de la puerta.
Si el mejor truco que el diablo pudo inventar –como dice el protagonista de Sospechosos habituales, la película de Bryan Singer– es convencer al mundo de que no existía, podría decirse que el nacionalismo ha logrado el ardid de que muchos no quieran ver su verdadera faz, pese a mostrarla bien a las claras al originar las dos últimas guerras mundiales.
Queriendo hacer comulgar con ruedas de molino a tirios y troyanos, el Gobierno, con el líder de Podemos, Pablo Iglesias, como correveidile de los intereses soberanistas, se empecina en querer notar un cambio de actitud del secesionismo –incluso deliran con un retorno al autonomismo– cuando lo que realmente se está produciendo es un giro copernicano del Gobierno, aprovechando que el PP está enredado en sus primarias para escoger el sucesor de Rajoy y Ciudadanos anda desaparecido digiriendo el entripado de su errada estrategia en el derrocamiento del ex presidente.
Olvida el PSOE que hace muy pocas semanas pensaba llevar al Congreso una iniciativa legislativa para regular mejor las tomas de posesión con el objeto de que estuvieran obligados a decir que acataban la Constitución y respetaban al jefe del Estado. Lo hizo a raíz de que Quim Torra, en su toma de posesión, esquivara su lealtad a la Ley fundamental, como antes Puigdemont. No se quedó ahí, sino que propuso actualizar el delito de rebelión contra aquellos representantes que subviertan el orden constitucional.
En este Gobierno-pizza cuatro estaciones, en el que cada ciudadano puede quedarse con la parte que más le guste, al haber sabores para todos los paladares, ocurre lo que en el hotel de la película Una noche en Casablanca regentado por el genial Groucho Marx. Entre sus primeras medidas como director del establecimiento, ordena alterar los números de las habitaciones. «Pero los clientes se van a equivocar de cuarto, piense en la confusión que crearíamos», alerta uno de sus subalternos. «Y usted piense en la diversión», respondía Groucho. Es lo que debe discurrir nuestro Yes man, el presidente del sí por anticipado.