Primero fue el indulto concedido a los condenados por sentencia firme tras la asonada del 1 de octubre de 2017, una iniciativa que dejó a nuestro Tribunal Supremo temblando en el frío del descrédito ante la UE y ante la propia ciudadanía española. Después vino la derogación del delito de sedición con el argumento falaz de que había que alinearlo con un criterio europeo de lo más variopinto. Del brazo de la sedición apareció la malversación o el deseo expreso de rebajar hasta lo inaceptable el uso delictuoso de fondos públicos -dinero de los españoles- con un doble motivo: complacer a los golpistas del 1-O que así lo exigían, por un lado, y dejar impune la corrupción de notorios socialistas condenados también en firme por el saqueo de las arcas públicas en el caso de los ERE (Griñán, por cierto, sigue en su casa), por otro. Pero, atención, la reforma del delito de sedición no es simplemente una rebaja de penas, sino una derogación total del mismo, algo que acarrea consecuencias político-jurídicas demoledoras ya que, suprimido el delito, debe anularse la sentencia que condenó a quienes lo cometieron de acuerdo con el principio del nullum crimen, nulla poena sine praevia lege. Más grave aún porque, si no cometieron delito de sedición (desaparecido tras la reforma) tampoco hay delito en una malversación que quedó conformada como el uso indebido de fondos públicos para la comisión de un ilícito penal. Desaparecido este, desaparece cualquier reproche al uso de tales fondos.
Las reformas introducidas este auténtico «viernes negro» español colocan a los golpistas catalanes -y de cualquier otra latitud- pasados, presentes y futuros en un escenario de total impunidad
Un auténtico punch contra el Estado de Derecho que reclama enseguida el control de un Tribunal Constitucional que podría declarar ilegal el golpe y abrir una deriva en los tribunales de justicia que en su día acabara con los huesos de los golpistas, encabezados por Pedro Sánchez Pérez-Castejón, en la cárcel. De modo que tras el indulto, la sedición y la malversación, llega el obligado asalto a un Tribunal Constitucional (TC) al que queremos atar en corto para que valide nuestros desafueros colocando allí a nuestros fieles servants, los Juan Carlos Campo, Laura Díez, Bandrés y lo que venga, todos a las órdenes del gran edecán Conde-Pumpido y todos dispuestos a desmantelar la Constitución del 78. Un TC al que se le niega el derecho que le asiste para evaluar a los miembros designados por el Gobierno, y que hace tabla rasa del imperativo constitucional que establece la renovación por tercios, no por sextos, como pretende Sánchez y su troupe. En el mismo infamante viaje, Sánchez agrede al CGPJ al rebajar la mayoría exigible en la elección de los dos magistrados del TC que le corresponde designar, al tiempo que amenaza con acciones penales a los miembros del Consejo que no cumplan sus dictados. ¡El Gobierno amenazando a los jueces!, o la prueba del nueve de que la nuestra ha dejado de ser una democracia para convertirse en algo muy distinto.
Las reformas introducidas este auténtico «viernes negro» español colocan a los golpistas catalanes -y de cualquier otra latitud- pasados, presentes y futuros en un escenario de total impunidad. La conclusión que cabe extraer desde una perspectiva de técnica jurídica penal es que no ha existido delito alguno, de modo que la próxima intentona les saldrá gratis. En puridad, Puigdemont puede ya empezar a hacer de su capa un sayo, como puede Junqueras volver a ser candidato a presidir la Generalidad. El Estado queda inerme, desarmado ante sus enemigos, víctima de un tiranuelo decidido a acabar con la división de poderes -no hay más poder que el Legislativo- y a desmontar la Constitución por piezas como si de un mecano se tratara para asegurar la impunidad de los sediciosos que le mantienen en Moncloa. Él se limita a pagar las letras que el separatismo le pasa periódicamente a cobro a cuenta de su apoyo parlamentario. Así se acaba con una democracia. Desde que nuestro Juan Linz escribiera su clásico «La quiebra de las democracias», centrado en la Europa de entreguerras, las técnicas para subvertir una democracia parlamentaria han cambiado mucho. Quienes con más éxito lo han estudiado han sido los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su «Cómo mueren las democracias» (Ariel), en la que analizan experiencias recientes en países varios que demuestran que acabar con el parlamentarismo ya no reclama de divisiones acorazadas ni revoluciones, sino de la lenta labor de zapa de un líder sin escrúpulos democráticos que, saliendo de las urnas, se entroniza con la elección como aliados de los enemigos del sistema, se fortalece en la confrontación y la descalificación de los adversarios políticos, a los que se tacha de enemigos, y alcanza su punto álgido con la ocupación de las instituciones por personas de su absoluta lealtad dispuestas, en una estrategia gradualista, a subvertir las leyes y/o sustituirlas por otras destinadas a asegurar su poder sin contrapesos de ningún tipo. La fase final apunta a la restricción de las libertades civiles de la oposición, si no abiertamente a su ilegalización -atentos al futuro de Vox-, empezando por el control de los medios de comunicación.
Una temeridad la de este Castillo sin almenas intentando dar un golpe de Estado en Perú y no en España, donde hubiera sido celebrado como un héroe posmoderno
Lo ocurrido este viernes, en pleno macropuente de la Constitución y la Inmaculada, nocturnidad y alevosía, no es flor de un día, que viene de lejos. Nada menos que del 11 de marzo de 2004 y de las generales que tres días después colocaron en el poder a un Zapatero que sin la masacre no se hubiera comido un colín. El personaje dio pronto muestras bastantes de su capacidad para torcer el rumbo de la nación y dirigirlo hacia la ensenada donde anclan las dictaduras de medio pelo que andando el tiempo le harían rico, algo que debería haber inducido a nuestras elites -políticas e intelectuales, además de económicas-, a poner pies en pared y situar al impresentable en su sitio. Nada hicieron porque nunca hemos tenido esas elites cultas capaces de responsabilizarse de la gobernación del país. Vino luego la mayoría de Mariano Rajoy criminalmente dilapidada en el altar de la inanidad más absoluta, una trayectoria que culminó en la luctuosa jornada del 31 de mayo de 2018, página para el oprobio de nuestra historia reciente, donde el gañán entregó gentilmente el poder al mayor enemigo de la nación que ha tenido España desde Fernando VII a esta parte. Ganó la moción presentada con la espuria excusa de una morcilla falsa metida por un juez prevaricador en una sentencia judicial contra el PP, y a partir de ese 1 de junio del 18 se puso, caminemos todos francamente y yo el primero, al frente del golpe. Porque ese es Pedro Sánchez: el líder del golpe de Estado permanente contra la Constitución en que vivimos desde entonces. «Un presidente ilícito», como lo definía el editorial publicado el viernes en este medio.
Por una de esas ironías de la historia, el golpe de Pedro en España ha venido a coincidir con el protagonizado por otro Pedro en Perú. El Pedro hispano se pavonea gallito por el corral patrio exhibiendo ufano sus fechorías, mientras el Pedro peruano pena por calabozos y sentinas tras ser detenido por su propia escolta cuando intentaba refugiarse en la embajada de México. Una temeridad la de este Castillo sin almenas intentando dar un golpe de Estado en Perú y no en España, donde hubiera sido celebrado como un héroe posmoderno. Sánchez es nuestro Castillo, pero Perú, quien lo hubiera dicho años atrás, no es España. Ahora nuestro sátrapa pretende acabar en plena Navidad con la legalidad constitucional para, en enero, largadas las estachas que le mantenían abarloado al dique de contención de la Justicia, emplearse a fondo en la compra de voluntades con dinero público (la señora Nadia, que acaba de colocar a su señor marido en Patrimonio Nacional en un acto de prevaricación, vulgar corrupción, de imposible digestión en cualquier democracia seria, puede serle de gran ayuda en la tarea) y en la demonización -léase persecución- de la oposición por tierra, mar y aire ante el reto mayúsculo del mayo electoral que se viene.
Lo que viene es un nuevo referéndum en Cataluña disfrazado de consulta mediopensionista, difícil de encajar en 2023 por premura de tiempo y por los compromisos del Caudillo, nuestro Castillo sin sombrero, pero que el separatismo exigirá en previsión del dramático cambio de tercio que para sus intereses podría significar la salida de la Moncloa del sujeto tras las próximas generales. Lo ocurrido esta semana es una de esas piedras miliares que marcan los cambios de destino en la historia de las naciones. A partir de ahora, la fiesta de la Constitución del 6 de Diciembre será sustituida por la fiesta de la República Confederal Española del 9 de diciembre. Hasta aquí llegó la riada de la Transición. Porque detrás del referéndum separata viene el asalto a la Corona, el último muro legal que a la mafia golpista que lidera Sánchez le queda por derribar. Lo de la República Confederal Española no es una humorada o una nota cómica a pie de página. Es la clave del arco argumentativo que desde hace tiempo manejan ilustres socialistas sin el menor rubor. «A ver, Fulano, seamos sinceros, ¿tú no prefieres una España unida bajo la forma de una República Confederal a una España rota de la que se haya ido Cataluña? Pues eso…». A este nivel ha llegado la sombra de un PSOE cuyo cadáver arrastra hecho girones el truhan que nos preside.
Pocas dudas de que, si en este país queda algún mimbre moral capaz de resistirse al aprendiz de tirano, acabará condenado por alta traición un día no lejano
En «El ocaso de la democracia», Anne Applebaum («Los líderes despóticos no llegan solos al poder; lo hacen aupados por aliados políticos, ejércitos de burócratas y unos medios de comunicación que les allanan el camino») sostiene que «el declive de la democracia no es inevitable, pero tampoco lo es su supervivencia. Si declina o sobrevive depende de las decisiones que tomemos cada día. La respuesta se llama movilización». ¿Qué hacer? Es la pregunta que hoy se formulan millones de españoles abrochados al desasosiego, con un pie plantado en el miedo al futuro y otro en el deseo de revancha. No tengo claro que una moción de censura como la propuesta por Santiago Abascal fuera a resultar determinante a los fines de desalojar al personaje del poder -y no reforzarlo-, mandato imperativo que hoy debe convertirse en norte de todo demócrata que se precie. No podemos esperar que la solución venga de la mano de esa patética Von der Layen enamorada del Caudillito, ni de una CE encantada con el aprendiz de brujo. A Sánchez hay que derrotarle en las urnas, de modo que será la ciudadanía, consciente del momento histórico que vivimos y de los riesgos que el personaje entraña para nuestro futuro y el de nuestras familias, la que peche con la tarea. Lo que está claro es que estamos ante un tipo sumamente peligroso, un fauno engalanado de soberbia hasta la azotea que ha traspasado todas las líneas rojas de la decencia política. Su deriva lo sitúa en el epicentro de una traición jamás vista en nuestra historia reciente. Pocas dudas de que, si en este país queda algún mimbre moral capaz de resistirse al aprendiz de tirano, acabará condenado por alta traición un día no lejano. Movilización es la palabra.