España tiene un problema y las elecciones portuguesas nos lo han recordado. Los tres partidos centrales del escenario político (PP, PSOE y Ciudadanos) sólo ocupan el 62% de los escaños del Congreso de los Diputados y tras las próximas elecciones hasta ese porcentaje nos parecerá envidiable. El 38% restante, con alguna que otra excepción menor, está en manos de radicales. Si los sondeos de los últimos meses se confirman, ese espacio central podría caer por debajo del 60% tras los comicios de 2023 en beneficio de los recién llegados al zoológico patrio: los cantonalistas de la España vacía. Pronto comprobaremos cuál es el porcentaje exacto de extremismo que puede soportar un país antes de desintegrarse.
Tras las elecciones de este domingo, esos porcentajes son en Portugal del 83 y el 17% respectivamente.
En Francia gobierna (y continuará gobernando) el centro liberal de Emmanuel Macron.
En Alemania, Olaf Scholz ha rechazado el pacto con el Podemos germano en beneficio de la compañía de los liberales.
En Italia gobierna y gobernará durante al menos los doce próximos meses Mario Draghi, el más ortodoxo (y menos ideologizado) de los liberales ortodoxos europeos.
España es hoy una excepción histórica como no lo ha sido desde hace muchas décadas. Del viejo equipo de los PIGS han salido ya Portugal, Italia y hasta Grecia, y sólo queda en él la resiliente España, orgullosamente adicta al tocino presupuestario. En ningún otro rincón de la Europa Occidental han encontrado los populistas un medio de cultivo tan propicio para su crecimiento como en la España de los últimos tres años, y en ningún otro país como España se ha demostrado tan falsa esa vieja teoría que dice que la música amansa a las fieras y el poder, a los exaltados.
En España son los exaltados los que han crispado a los partidos centrales hasta extremos grotescos. Ciudadanos vive sus últimos meses de vida tras el ataque de discapacidad estratégica de Albert Rivera en 2019. En el PP se devoran a sí mismos, infectados hasta las cachas con esa rara cepa de fascitis necrosante que les hace atacar a aquellos de los suyos que les mantienen por encima del 20% en los sondeos nacionales. En el PSOE, el blanqueamiento del radicalismo ha llegado a tal extremo que hasta los partidos de Mikel Antza y Gabriel Rufián son vistos como socios de largo alcance.
Sólo la indiferencia y nuestra acelerada irrelevancia internacional explican que España no sea hoy considerada por Bruselas como un problema de mayor envergadura que el que suponen Hungría o Polonia, que sólo le importan ya a las Irene Montero europeas. Eso y el habitual doble rasero aplicado a los extremistas de izquierdas en perjuicio de los de derechas. Los aspavientos llegarán desde la UE cuando gobierne (si gobierna) el PP con Vox. Pero hasta esos aspavientos serán desangelados y de rutina: España y los españoles ya sólo le importan al 62% de los españoles, y bajando.
Pero Pedro Sánchez tiene a su alcance repetir los resultados de António Costa en Portugal.
En primer lugar, porque Vox está cada vez más cerca del empate técnico con el PP en algunos sondeos y eso no sólo aglutinará el voto de izquierdas en la opción útil (el PSOE), sino que movilizará a los abstencionistas en favor de la izquierda.
En segundo lugar, porque sólo el PSOE tiene la capacidad propagandística de vender como un castigo externo de las derechas lo que ha sido una elección propia: la de gobernar con extremistas.
En tercer lugar, porque esos extremistas no podrán evitar darle la excusa que necesita Sánchez para fingir que convoca obligado las elecciones.
Siendo difíciles ambas opciones, es bastante más probable hoy que Pedro Sánchez gane las próximas elecciones generales con una victoria a lo António Costa a que lo haga Pablo Casado con una victoria a lo Isabel Díaz Ayuso. Lo realmente difícil es saber si eso es mérito del primero o demérito del segundo. Probablemente, ambas.