Isabel San Sebastián-ABC

  • El rescate de la UE a España, sujeto a condiciones, se ha logrado pese a la gestión del Gobierno

De cuantos rasgos definen la personalidad de nuestro presidente, ninguno destaca tanto como el tamaño descomunal de su ego. Pedro Sánchez es mentiroso, ambicioso, fatuo, trilero, carente de escrúpulos y soberbio, pero por encima de todo es un ególatra de libro. Se idolatra hasta el punto de pavonearse ostentosamente en cada acto público al que asiste y aceptar sin recato alguno el culto obsceno que le rinden los suyos en un ejercicio de servilismo digno de mejor causa. Ningún inquilino de La Moncloa ha escapado a la tentación de dejarse regalar los oídos por la corte de aduladores que rodea siempre al poder, pero lo de este último arrendatario sobrepasa todo lo conocido y produce vergüenza ajena.

En los últimos días hemos visto a Sánchez prescindir de la mascarilla en reuniones del cónclave europeo donde todos los otros asistentes la llevaban, incumpliendo así el protocolo de rigor, no sabemos si por arrogancia, por desidia, por falta de respeto hacia sus colegas o porque se gusta tanto a sí mismo que necesita exhibir su rostro. Le hemos visto llegar al Consejo de Ministros y al Congreso de los Diputados entre aplausos y vítores de sus compañeros socialistas, cual César entrando victorioso en Roma, como si hubiese obrado alguna clase de proeza en lugar de conseguir a duras penas un rescate para España, inferior a lo esperado y sujeto a condiciones, obtenido merced a la solidaridad de nuestros socios y no precisamente gracias a su gestión de la pandemia, sino a pesar de la misma. A pesar de los errores, imprevisiones e imprudencias garrafales que convierten a nuestro país en el que peor ha manejado la crisis, según el Informe Anual sobre Desarrollo Sostenido de la Universidad de Cambridge, y también en el que de toda la Unión Europea más duramente está sufriendo el embate de los rebrotes, tal como destacaba ayer mismo este diario. Tales fracasos no van con él. Él se lava las manos y descarga toda responsabilidad en las autonomías, mientras los españoles se enfrentan al virus, el miedo, la inseguridad y la ruina como buenamente pueden y con más o menos riesgo dependiendo de dónde vivan y qué grado de eficacia demuestren tener quienes gobiernan su comunidad. Él se desentiende de los difuntos, ya que carece de la empatía necesaria para sentir como algo propio su muerte, y oculta la cifra real de fallecidos en un intento vano de esconder con ella la terrible verdad inherente a su desastrosa actuación. Ya no es que esté demasiado pagado de sí mismo como para experimentar algo parecido a la culpa. Es que busca y recibe con placer los halagos porque está convencido de merecerlos. Rezuma narcisismo por todos los poros. Su egocentrismo le hace considerarse acreedor a cuanta pleitesía estén dispuestos a rendirle quienes buscan su favor embadurnando el suelo de baba a su paso y, por abundante que resulte ser, toda la parecerá poca. Él lo vale. Él se gana esa admiración con creces. Él es guapo.

Tan lejos llega el deslumbramiento que sufre nuestro líder patrio cada vez que se mira al espejo que lleva ya un cierto tiempo confundiéndose con el Rey y tratando de ocupar el puesto que únicamente a éste corresponde. Lo vimos en la celebración de la Fiesta Nacional en el Palacio Real, cuando se colocó junto a sus Majestades en el protocolario besamanos, y de nuevo en el acto de homenaje a las víctimas del coronavirus. Su patología se agrava. Al paso que vamos, le veremos nombrar senador a su perro, a falta de un Incitato.