Estefenía Molina-El Confidencial,
- La reciente idea de reforma del CGPJ de socialistas y podemistas no es hoy una de las causas, sino también de las consecuencias de la polarización de la vida pública
Sería relevante conocer qué dirían Pedro Sánchez y Pablo Iglesias si la idea de reforma de PSOE y Unidas Podemos sobre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) fuera usada eventualmente en un futuro por parte del Partido Popular y Vox, en caso de que llegase a prosperar. El grito en el cielo, probablemente. Eso es así, no porque las leyes sean buenas o malas según quién las impulse, sino, precisamente, porque un Estado de Derecho se caracteriza por que las reglas que atañen a la configuración de sus poderes esenciales —Ejecutivo, Legislativo, Judicial— no convierten la democracia en un juego de facciones, de polarización sin frenos, en un peligroso bucle revanchista.
Cuentan a la sazón los autores Levistky y Ziblatt en su obra ‘Cómo mueren las democracias’ que una de las formas principales para impedir el avance de las pulsiones iliberales, sufridas en países como Hungría, son los llamados «mecanismos de contención» o los «guardarraíles» de la democracia. «Los políticos tienen más probabilidades de contenerse cuando se aceptan como rivales legítimos», afirman los autores. Es decir, cuando respetan aquellas líneas invisibles de tolerancia mutua entre las diferentes sensibilidades políticas, teniendo en cuenta que la fuerza hoy gobernante será la que esté algún día en la oposición.
Precisamente, la reciente idea de reforma del CGPJ de socialistas y ‘podemitas’ no es hoy una de las causas, sino también de las consecuencias de la polarización de la vida pública a la que asistimos cada semana en el Congreso, entre gritos de «fascista» o «antisistema», como ocurrió este mismo miércoles.
Eso es así, hasta el punto de que empieza a ser ya una coletilla muy común en la calle, en no pocas voces de ciudadanos anónimos de izquierdas, eso de: «¡Que se fastidie la derecha!», como presunto argumento legitimador de la reforma en discusión del gobierno de los jueces. Aunque «¡Que se fastidie ahora la izquierda!» podría ser la réplica en un futuro de los de derechas, no muy lejos. A fin de cuentas, las instituciones también socializan a los ciudadanos en la comprensión que estos tienen de la política, es decir, que tienen un impacto en su pensamiento y cultura democrática.
Por eso, aunque la reforma del CGPJ parezca a ratos más un globo sonda para presionar al PP a la reforma del órgano, y aún hay tiempo de que las partes negocien, las consecuencias de este debate están poniendo boca arriba el estado de nuestro sistema parlamentario.
Pasa que la comprensión que hay en nuestro país del juego político, fuera y dentro de las instituciones, roza hoy lo excluyente —nadie se salva— tanto a izquierda como a derecha. El otro, antes considerado «adversario», parecer haber mutado en un enemigo al que no parece posible dar ni agua. Tampoco es que en tiempos del bipartidismo PP y PSOE fuesen amigos inseparables; pero en la actualidad se aprecia lo nocivo del germen iliberal que supone la deslegitimación del «otro», que representa a quienes no son mis votantes. Y, tan frágil es la democracia si no tiene frenos, que lo siguiente a obviar al adversario sería obviarlo de las reglas del juego. Un bucle revanchista, a la mínima que a alguno de los bandos abra la espita. Un día, los jueces; otro día, la ilegalización de partidos, que pedían ERC y Vox respectivamente hace unas semanas, y así sucesivamente.
No parece que Sánchez vaya a ceder en renunciar a que su socio legítimo de Consejo de Ministros forme parte de la renovación
Pasa que el PP cree haber encontrado en su discurso de apartar a Podemos de la negociación del CGPJ una causa merecible, de la que difícilmente puede salirse sin cierto coste de imagen pública. No parece que Sánchez vaya a ceder en renunciar a que su socio legítimo de Consejo de Ministros forme parte de la renovación. Los populares se ven atrapados así en su falta de aceptación de que un partido de gobierno, Podemos, pueda ser crítico con la Monarquía y la acción judicial del caso Dina Bousselham. La dialéctica «Estado contra anti-Estado» —que analicé la semana pasada— le gusta a la derecha porque cree que así mantiene al PSOE de Sánchez apartado del constitucionalismo al gobernar con Podemos.
Si bien el presunto decoro que exhibe el PP en estos últimos tiempos con la renovación del CGPJ no pareciera tan creíble, habida cuenta de que desde hace dos años colea este asunto con el mandato constitucional caducado. Es más, hasta en dos ocasiones se ha hecho público que Génova estaba al borde del acuerdo con el PSOE. Ese retraso provocado por los populares afecta en primer lugar a la praxis de las instituciones porque, mientras, se siguen haciendo nombramientos de jueces con el mandato caducado, algo que tampoco parece de recibo.
Ahora bien, no parece legítimo aceptar que la reforma de PSOE y Podemos sea la consecuencia natural de la falta de cumplimiento institucional del PP con la renovación del órgano. Tampoco es posible blandir que, en tanto en cuanto el CGPJ ya era elegido por las cámaras —criterio político de los 3/5 de Congreso y Senado—, poco cambiaría ahora que lo hiciera una mayoría de gobierno.
Precisamente, el Tribunal Constitucional avaló en una sentencia de 1986 el criterio existente hasta ahora de los 3/5, a modo de garantía, ya que procuraba la huida a los intereses de uno u otro partido. «Alterar esas mayorías supone dejar el órgano de Gobierno de los jueces en manos de los intereses partidistas», afirmó el TC en su momento. Aplicado al caso actual, la reforma anunciada por PSOE y Podemos estaría interpretando que la nueva mayoría, 48 horas después de una primera votación fallida, pasaría a ser la mayoría absoluta —algo que muchos juristas ya ven inconstitucional—. Eso saldría aprobado probablemente con el bloque de la investidura, esto es, izquierdas, nacionalistas e independentistas.
Pero creer que una mera mayoría absoluta es integradora en el actual Congreso no haría más que reafirmar la tesis de este artículo. Y es que es evidente que en España hay dos bandos cada vez más alejados: el ‘plurinacional’ de la investidura y el de la derecha. Si ninguno reconoce al otro en las reglas del juego democrático y de los poderes, entonces nuestro país solo estará condenado a transitar por la senda de la polarización tan perjudicial a la que asistimos cada miércoles.