Javier Caraballo-El Confidencial
- Si, tras los indultos, se suprime ‘de facto’ el delito por el que fueron condenados los independentistas, es el Estado español el que está mandando el mensaje contrario: podéis volverlo a hacer
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tendría que aprender algunas cosas de Manuel Azaña, al que tanto menciona y con el que tanto se conmueve. Ahora que nos ha embarcado en la bochornosa negociación del delito de sedición con los sediciosos, tendría que preguntarle a sus asesores cómo estaría actuando Manuel Azaña en su lugar. Porque la evocación sería completa, plena, si el halago se extiende hacia el aprendizaje: cosas que aprender de Manuel Azaña en esta España de hoy que él preside. Por ejemplo, cómo tratar a Esquerra Republicana. Qué puede ceder ante el nacionalismo aquel que representa a España y tiene la obligación de defenderla y en qué debe mostrarse inflexible.
Manuel Azaña puede enseñarle mucho al respecto, porque también él se enfrentó a los independentistas catalanes cuando, tras defender y luchar en el Congreso para que se le concediera el estatuto de autonomía a Cataluña, lo traicionaron a él y a la república, como hicieron también con esta democracia. Fue por esa traición por lo que fue encarcelado Companys, que es algo que nunca le gusta recordar a todos esos que hoy lo elevan a los altares de la santidad independentista, algunos por ciega devoción y otros por ignorancia intencionada. Ninguno de esos falsos progresistas le hubiera aguantado la mirada a Manuel Azaña, que sí tuvo claro lo que puede esperarse del independentismo catalán.
Convendría hacerle llegar al presidente Sánchez tan solo unas páginas del espléndido libro Azaña. Los que le llamábamos don Manuel (Seix Barral) de Josefina Carabias, una gran mujer fallecida en 1980, acaso de las primeras periodistas españolas, además de abogada y escritora. Josefina cuenta la escena en el balcón de la plaza de San Jaume, la sede de la Generalitat de Cataluña, a donde acudió Manuel Azaña, como presidente del Gobierno de la República, en septiembre de 1932, para presentar ante los catalanes el Estatuto de Autonomía que acababan de aprobar las Cortes. En la plaza abarrotada, Azaña salió al balcón y pronunció un discurso breve. Al terminar, esperó que todos se callaran y gritó: “¡Catalanes, viva España!”.
Cuenta nuestra cronista que se hizo un silencio espeso, acaso porque muchos esperaban que Azaña lanzara un segundo ‘¡Viva Cataluña!, pero no lo hizo. Las miradas se cruzaron, el silencio se hizo aún más intenso, y, finalmente, la plaza correspondió con un ¡Viva! Solo entonces, Azaña lanzó su segundo viva, que fue a la república, no a Cataluña, como todos esperaban. Finalizado el acto, en los corrillos de periodistas y políticos no se hablaba de otra cosa que de la “osadía”, según interpretaban algunos, o la “valentía”, como pensaban otros, del presidente. Cuando los comentarios llegaron a oídos de Azaña, elevó la voz, para que todos los que estaban en la sala pudieran oírle, y dijo:
—Ni valiente ni nada que se le parezca. Y les ruego que no repitan ustedes las tonterías que oigan. Si yo hubiera pensado que aquí no se podía gritar ‘Viva España’ desde un balcón, no habría venido. ¡Ya ven qué sencillo!
La pregunta, de acuerdo con el fervor que este presidente del Gobierno siente por la figura del presidente republicano, es inmediata: ¿se atrevería Pedro Sánchez a gritar: «¡Viva España!» desde el balcón de la Generalitat de Cataluña, como lo hizo Azaña? Habrá opiniones, pero los hechos, desde luego, no acompañan al presidente Sánchez como acaba de demostrar con su intención de cerrar la legislatura con la ominosa cesión final ante el independentismo catalán: la reforma del Código Penal para reducir las penas por sedición, de forma que las condenas que aún se arrastran, las de inhabilitación para cargo público, queden exoneradas y, lo que es peor, para que los fugados como Carles Puigdemont no tengan que pisar la cárcel por lo que hicieron.
En varias ocasiones se ha repetido aquí que, entre los éxitos de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, está la estrategia seguida ante el independentismo catalán, porque ha conseguido la división política y la desarticulación social que se necesitaba una vez que la sentencia del Tribunal Supremo, y la exquisita labor de la Fiscalía, desarmó la revuelta golpista de octubre de 2017. En vez de alimentar de nuevo el discurso victimista del que se nutren los nacionalistas y los independentistas, Pedro Sánchez ofreció diálogo y, quizá porque esa oferta solo podían admitirla los independentistas de un Gobierno socialista, poco a poco se fue logrando el objetivo. En la actualidad, el independentismo ya no puede ni gobernar junto, están rotos y enfrentados. Y el Gobierno de Esquerra Republicana mantiene en minoría a Pere Aragonès como presidente con la única esperanza de que pueda contar con el apoyo parlamentario del Partido Socialista, que fue quien ganó allí las elecciones.
Lo que no puede entenderse es que, en ese contexto tan favorable para Sánchez, una vez lograda la división, por qué sigue cediendo
Lo que no puede entenderse es que, en ese contexto tan favorable para el presidente del Gobierno, una vez lograda la división, por qué sigue cediendo. ¿Por mantenerse en el Gobierno? En la coyuntura actual, podría hacerlo sin prestarse a la humillación de cambiar presupuestos generales por rebajas en la sedición. Y negociar ambas cosas “en paralelo”, como se olvida que confesó el propio Pedro Sánchez en Bruselas, al término de una cumbre europea, el pasado viernes 21 de octubre. Si el Código Penal ha de modificarse, que no se niega, debe ser en circunstancias muy distintas a las actuales, y nunca de la mano de aquellos que cometieron el delito. Y, si se habla de “homologar” la legislación española a la europea, que se incluya también la homologación de las leyes electorales para acabar con esa anomalía política que convierte a los nacionalistas vascos y catalanes en las ‘bisagras’ de la política española.
La condena penal tiene un doble objetivo fundamental: la prevención general y la prevención especial. No se persigue solo castigar al delincuente por sus actos, sino alertar a la población de las consecuencias de infringir la ley para prevenir nuevos delitos. Si, tras los indultos, se suprime de facto el delito por el que fueron condenados los independentistas, es el Estado español el que está mandando el mensaje contrario: podéis volverlo a hacer. Que piense en la genética de traiciones de Esquerra o que piense en las consecuencias de una acción así. O que piense en Azaña, si no es capaz de ver más allá de esta legislatura. Pero Pedro Sánchez debe tener claro que la reforma del delito de sedición, como él decía en tiempos, es un ‘no es no’.