El índice superlativo de la degradación de un político aparece cuando en una entrevista da en citar a Aristóteles versioneado por Perón. Así, Pedro Sánchez se ha aferrado estos días con tal empeño a eso de que «la única verdad es la realidad», que parece una autodedicatoria. ¿La verdad? No, mi verdad. Y si no te gusta, ya sabes. Debería huir el presidente de las citas, luego de aquel prodigioso despiste con el ‘decíamos ayer’ del manual de Irene Lozano, que se lo adjudicaba a un santo que no era. También confundía a Hemingway con Einstein, pero eso ya es más común, le pasa a todo el mundo. Hay alguna vicepresidenta que se empeña en decir ‘nesecidad’ y una ministra de Educación que no ceja en el ‘preveemos’ y nadie se espanta…
Valga lo de Aristóteles, pero ya resulta menos razonable la obsesión presidencial por adornar sus mensajes, tan desprovistos de interés y de certezas, de un rosario interminable de frases hechas. Más que hechas, requemadas, como una chuleta en la barbacoa del cuñao. Del 23-J para acá, no ha sido infrecuente escucharle salpicar sus intervenciones con naderías tan adorables como «bien está lo que bien acaba», «me voy a dejar la piel», «voy a buscar votos debajo de las piernas (sic)», «hacer de la necesidad virtud», y alguna otra perla de hiperbólica exquisitez. Bien es cierto que el nivel oratorio del personaje nunca ha rozado el listón de lo excelso, pero, últimamente, los escribidores de la Moncloa se desempeñan con un grado de ramplonería digno de un concursante de First dates o como se diga. Es posible que estén desbordados de trabajo y despachen los discursos de su jefe sin contemplaciones. Sólo así se entendería que hayan tenido que reforzar la dotación de amanuenses de la factoría de ficción del Ala Oeste hasta los 869, cifra tan inédita como inaudita.
«Hay que llegar a la gente», se escucha en la factoría bolañesca, donde se elaboran estas piezas durmientes que luego, en su ilusoria ingenuidad, el líder de la izquierda global lanza a los cuatro vientos
Con semejante dotación neuronal, un despliegue que recuerda a la interminable oficina erizada de contables en El apartamento, cabría esperar unas alocuciones, si no más brillantes, sí al menos algo menos pedestres. Cierto que el fenómeno Sánchez alcanzó su cumbre con el famoso ‘no es no’, sólo superado por el ‘váyase, señor González‘ de Aznar. Pero al menos, dentro de su austeridad, el acertijo era de una originalidad expresiva. Los escribidores del gran narciso han mudado su estilo. Evitan ahora cualquier tentación vívida o compleja y se complacen en una rutina adocenada, tan cansina como el actual cine español. «Hay que llegar a la gente», se escucha en la factoría bolañesa, donde se elaboran estas piezas durmientes que luego, en su ilusoria ingenuidad, el líder de la izquierda global lanza a los cuatro vientos convencido de que, a su lado, Demóstenes era un pregonero municipal.
Esta forma de proceder es lo más parecido a un fervoroso homenaje a la figura de Sancho Panza, el rey de las sentencias populares, pionero y maestro en la variante oratoria que ahora desarrolla el fundador del sanchismo. Cierto que el noblote escudero alcanzó cotas inalcanzables en la especialidad. Aun así, los prosistas monclovitas parecen decididos a superarlo. No será extraño escuchar bien pronto al caudillo de Puebla recitar frescachones refranillos como «la ingratitud es hija de la soberbia», «quien busca el peligro, en él perece», «la virtud es más perseguida por los malos que amada por los buenos». La sabiduría popular, el lenguaje de la calle, el latido de la gente, la cháchara del personal, eso es lo que reclama Sánchez a sus guionistas. Algo muy sencillo, plausible, empático y digerible, tan simplón como un bocata de calamares y tan universalmente elogiado como la zona que envuelve el coxis de Marilyn.
De vuelta a las urnas, toca colocar de nuevo a Feijóo de paseo en barca con un malviviente y recitar, con la entonación de un coro de goliardos, aquello de «yo soy el muro contra el fascismo y la reacción»
No cabe duda de que cuando asomen retadoras las urnas en el calendario, ya en Galicia, País Vasco o Bruselas, el tono de estas monsergas se tornará más agresivo e hiriente, y volverá entonces a las fórmulas manidas y faltonas, tan propias de la casa, centradas en identificar al PP con la ultraderecha, colocar a Feijóo de paseo en barca con un malviviente y recitar, con la entonación de un coro de goliardos, aquello de «yo soy el muro contra el fascismo y la reacción».
Con este repertorio, de incesantes tópicos y ásperas falsedades, Sánchez ha arañado los resultados más nimios de la historia del PSOE, pero ha logrado gobernar. Se ha instalado en una posición envidiable. Aunque pierda, siempre gana. Quizás Feijóo, ya más sereno tras su turbulento aterrizaje en Génova, esté a punto de hacerse cargo de la situación y se disponga a contraatacar con la fiereza que el caso requiere. Sabe que enfrente tiene un rival temible, huérfano de escrúpulos y desbordado de ambición, a quien le encaja el dicho sanchista (de Panza), de que «cada uno es como Dios le hizo y alguno, mucho peor». Aunque quizás tenga más en la cabeza, y en sus oraciones, otro de sus memorables requiebros: «No hay mal que cien años dure». Amén.