Agustín Valladolid-Vozpópuli
- De no mediar rectificación, este será el episodio que determine el definitivo declive del actual Gobierno. Sánchez está a medio minuto de ocupar en el imaginario colectivo el enojoso papel que ha dejado libre Pablo Iglesias
‘Los políticos populistas, nacidos y crecidos en el caldo de cultivo de la decadencia democrática, no distinguen entre verdad-mentira-realidad-fantasía. Quieren imponer su propia ficción, que consiste, sobre todo, en destruir el pasado en su totalidad”.
Pedro Sánchez ha dejado pasar todas las oportunidades que se le han presentado para dar un giro a su estrategia y romper la dinámica frentista en la que se embarcó el día que selló con Pablo Iglesias y el nacionalismo excluyente un pacto de permanencia en el poder. La pandemia, la subsiguiente y brutal crisis económica o el enorme reto que para la maquinaria del Estado y la credibilidad de España supone la gestión de los 140.000 millones de euros de los fondos europeos, han sido, y son, argumentos de envergadura más que suficiente para justificar un cambio de rumbo que fijara como objetivo la cimentación de un gran pacto nacional apoyado por una amplia mayoría parlamentaria.
Pero el acuerdo ni está ni se le espera. Es más, cada día es más difícil que algo así cristalice, al menos parcialmente, y aunque con el presidente del Gobierno no es conveniente descartar del todo una súbita permuta de eso que llamamos principios, la realidad es que el resultado de las elecciones en Madrid ha reventado el ya de por sí angosto espacio en el que la decadente realidad de la política española ha tabicado toda iniciativa que busque el acercamiento entre los dos grandes partidos para alcanzar un compromiso de país. Ni Sánchez parece dispuesto a compartir ni un átomo de su poder con la oposición, ni a un Pablo Casado que se ve ya como presidente -más por errores ajenos que por méritos propios- le interesa ningún armisticio, siquiera puntual, que pueda ser interpretado por su electorado, actual o futuro, como debilidad.
La legislatura se desmorona entre un Sánchez abrazado a unos socios nocivos y un Casado cuyo gran aporte a la solución de los problemas va a consistir en esperar hasta ver pasar el cadáver de su enemigo
Muy lejos de algunos optimismos injustificados, que se asientan en unas señales de recuperación económica claramente insuficientes, la realidad es que España atraviesa una delicadísima situación, con seguridad la más comprometida desde la muerte de Franco, sin que haya señal alguna de que los actuales dirigentes políticos tengan la mínima capacidad para delinear un proyecto colectivo que involucre a la mayoría de la sociedad. Quedan por delante más de treinta meses de una legislatura que ya se nos ha hecho interminable, y el problema no es cómo los españolitos de a pie seremos capaces de sobrellevarla, sino en qué estado va a llegar el país a su recta final entre un Sánchez abrazado a unos socios electoralmente nocivos, y encapsulado en esa realidad paralela que le han fabricado sus asesores, y un Casado cuyo gran aporte a la resolución de los problemas parece que va a consistir en esperar sentado hasta ver pasar el cadáver de su enemigo.
Ciertamente, a Casado se lo están poniendo como a Fernando VII las bolas de billar. Si quedaba una mínima esperanza de coser alguna alianza de verdadero peso con el PP, el presidente del Gobierno se ha encargado de dinamitarla esta semana. Si ni siquiera Cataluña justifica una larga sentada entre los dos principales líderes políticos del país, lo mejor sería pasar esta página cuanto antes y convocar elecciones. No sucederá, al menos a corto plazo, porque el efecto de la concesión del indulto a los líderes secesionistas en las expectativas electorales de Sánchez, con este formato y estos aliados, va a ser terrorífico. El error de cálculo es de tal magnitud, que de no mediar rectificación este será el episodio que determine el definitivo declive del actual Gobierno. Y desde luego el fin de fiesta de un accidente llamado Pedro Sánchez.
Sánchez, a cambio de estabilidad, acepta el papel de rehén del nacionalismo, y esa es una condición de todo punto incompatible con el mínimo respeto social que debe acompañar su elevada labor
Yo puedo compartir sin mucha dificultad la tesis de que la concesión de los indultos a los dirigentes del independentismo debiera ser un intento de reconectar a los catalanes, a todos, en un proyecto común. Pero si ese fuera de verdad el fondo de la cuestión, ¿por qué no se ha hecho el menor esfuerzo por involucrar en tan loable propósito a los no nacionalistas? ¿Por qué se asume desde el Gobierno de la nación la retórica golpista que habla de presos políticos, de venganza y de revancha y no se defiende con firmeza la imparcialidad del Tribunal Supremo y otras instituciones del Estado? Y la pregunta del millón: ¿se habría mostrado Sánchez a favor de los indultos si su continuidad en el poder no dependiera de Oriol Junqueras? Conociendo el historial de Sánchez, la respuesta es fácil: no, de ninguna manera. De ningún modo hubiera arriesgado tanto Sánchez de no haber necesitado al nacionalismo para mantenerse en la Moncloa. Y es precisamente esa generalizada convicción la que convierte en reprobable utilitarismo la graciosa decisión de Sánchez de indultar a los condenados.
El presidente del Gobierno ha aludido a su conciencia y a los intereses generales de España para justificar su posición. Sin embargo, lo único que de momento certifica este episodio es que Sánchez, a cambio de estabilidad, acepta el papel de rehén del nacionalismo, y esa es una condición de todo punto incompatible con el mínimo respeto ciudadano que debe acompañar su elevada labor. El principal problema del líder socialista no es la pandemia, ni la crisis económica, ni Marruecos, ni Cataluña. Su problema es que está dilapidando el poco respaldo que le quedaba para afrontar estas y otras contrariedades. El problema es que Pedro Sánchez -perdón por el trabalenguas- ya se ha convertido en el principal problema para el PSOE, pero lo grave del asunto, para el futuro del partido, es que el problema tiene difícil solución porque el PSOE ya no parece capaz de ser otra cosa que Pedro Sánchez.
¿Se habría mostrado Sánchez a favor de los indultos si su continuidad en el poder no dependiera de Oriol Junqueras? Conociendo el historial de Sánchez, la respuesta es fácil: no, de ninguna manera
En estos días se cumplen tres años desde que Pedro Sánchez presentara y ganara la moción de censura contra Mariano Rajoy. Tres años en los que el PSOE ha gobernado, pero paradójicamente ha ido perdiendo, una tras otra, capas de esa pátina de fiabilidad que hasta ahora identificaba a los que hemos venido llamando “partidos de gobierno”. Tres años en los que la radicalización del discurso, la anulación de la democracia interna, la concepción extremadamente utilitarista del poder, el engaño sistemático y la subordinación de las grandes decisiones a los intereses del nacionalismo radical han confirmado el divorcio del socialismo orgánico con buena parte de su base social. Sánchez está a medio minuto de ocupar en el imaginario colectivo el enojoso papel que ha dejado libre Pablo Iglesias, y a poco más, pero muy poco más, de empujar a su partido a ese territorio pantanoso en el que cuanto más te esfuerzas en salir más te hundes. Lo malo es que no parece haber recambio.
La postdata: Giró, o la pela es la pela
Jaume Giró ha sido la gran sorpresa de un gobierno catalán compuesto en su mayoría por personajes que unen a su sectarismo la condición de segundones. Un gobierno dividido en compartimentos estancos que serán manejados por Puigdemont desde Waterloo y Junqueras, hasta el indulto, desde la cárcel-suite de Lledoners. Giró ha sido una sorpresa, pero no para aquellos, pocos, que conocían su doble juego. Como es sabido, antes de decidirse a dar el arriesgado paso de aterrizar en paracaídas en el campo minado de la política, Giró había optado por integrar la candidatura al Barça de Joan Laporta, siempre con el noble objetivo de fondo de perfeccionar sus ya de por sí muy contrastadas habilidades a la hora de construir densas redes de influencia y poder. Pero se cruzó en su camino su inteligente mujer, Ana Aguirre, quien le hizo ver que con Laporta gestionando la cuantiosa deuda del equipo blaugrana el riesgo de poner en peligro el patrimonio familiar, por pequeño que fuera, no era un asunto menor. Así que Giró cambió fútbol por el verdadero deporte de riesgo en Cataluña. Él sabrá.