JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • El presidente ha esperado a que los presidentes autonómicos le reclamen sumisamente la alarma pero para gestionarla ellos. La distorsión de la gobernanza es completa
Ante la gravedad que ha adquirido la pandemia, la confusión que ha provocado el desafortunado acuerdo del Consejo Interterritorial de Salud y el pandemonio creado por las diferentes medidas que proponen e imponen las comunidades autónomas para contener el contagio de la infección, se esperaba que Pedro Sánchez anunciase en la comparecencia de este viernes que un Consejo de Ministros extraordinario e inmediato aprobaría un real decreto declarando la alarma en todo el territorio nacional delegando la autoridad de su gestión en los diferentes presidentes autonómicos. Es verdad que la vigencia de la alarma en Madrid hasta este viernes introducía alguna dificultad, no obstante, salvable jugando con los tiempos.

Sin embargo, Pedro Sánchez compareció para endilgar otra retahíla en la mejor tradición de los sábados primaverales del pasado confinamiento aportando, además de reflexiones propias de pulpito parroquial, una impresión de situación sanitaria de extrema gravedad e indicando que hasta más de tres millones de ciudadanos se habrían infectado en España. Pero la razón última de su declaración era estimular el vasallaje de las comunidades autónomas para que en un extraño ejercicio de liderazgo inverso sean sus presidentes los que sumisamente le pidan que declare la alarma y sus partidos (en particular el PNV y ERC que con Ciudadanos hacen mayoría) se comprometan a prorrogar la emergencia sin convertir el trámite en una transacción imposible para el Ejecutivo. A última hora de la noche de ayer todas las piezas encajaban pero Moncloa quería más aún: que las comunidades del PP —al menos Andalucía y Castilla y León— se uniesen a la petición de País Vasco, Cataluña, Rioja y Extremadura, para doblegar la resistencia del principal partido de la oposición.

El estado de alarma, previsto en la Constitución y desarrollado en la ley orgánica de 1981, es la herramienta jurídica para gestionar situaciones de crisis sanitaria «como epidemias» (sic) y resulta imprescindible para amparar las restricciones de la movilidad que es el gran vector de contagio como recordó el propio Sánchez en su monserga de este viernes. Esta pandemia es de tal envergadura que desborda las posibilidades de control para el que están habilitadas las comunidades autónomas, apoderadas solo por una normativa sectorial y sin prerrogativas para imponer medidas de carácter general que afecten a derechos y libertades constitucionales. Sánchez lo sabe perfectamente y es irresponsable aplazar las medidas que exige la lucha contra la pandemia introduciendo consideraciones de orden político moralmente impresentables en las actuales circunstancias.

Sin embargo, en un ejercicio de soberbia y cierta revancha, el presidente del Gobierno invierte los términos de la cuestión y distorsiona el proceso de toma de decisiones. Porque estamos ante una catástrofe nacional que no se puede tratar de manera fragmentaria sino global con disposición de medios solo al alcance del Gobierno (Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y Fuerzas Armadas en labores de apoyo y asistenciales). La iniciativa corresponde al Ejecutivo por mandato de la Constitución en la forma que señala la ley orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio. La distorsión subsiguiente es que delegar la gestión del manejo de la emergencia en los presidentes autonómicos sin establecer mecanismos de control y coordinación mediante una autoridad única gubernamental, augura conflictos entre las comunidades autónomas y entre estas y el Gobierno.

Las razones para este peligroso aplazamiento de la declaración del estado de alarma tienen que ver con la distorsionada forma de ejercer el Gobierno por Pedro Sánchez. En junio decidió desembarazarse de la responsabilidad que le competía alterando el paradigma de la gestión de la crisis: de la autoridad única gubernamental —que él consideró imprescindible cuando defendió las prórrogas de la alarma en el Congreso— a otro basado en un modelo jurídico y político inconsistente: la cogobernanza.

No existe tal fórmula en nuestro ordenamiento jurídico. Procede la coordinación y la colaboración, pero las autonomías no participan de los poderes excepcionales que para enfrentar estas catástrofes prevé nuestro arsenal normativo. Pero Sánchez, rencoroso por las críticas de los presidentes autonómicos y resentido por el alto precio que le hacían pagar sus beneméritos socios parlamentarios para prorrogar la situación de emergencia, decidió que les iba a proporcionar dosis abundantes de su propia medicina. Y lo ha hecho desde junio y lo sigue haciendo en octubre, cuando la pandemia está descontrolada. Con este esquema, mañana domingo, un Consejo de Ministros extraordinario declarará la alarma entre otras cosas para evitar que el lunes entren en vigor las medidas decretadas por el Gobierno de la comunidad de Madrid.

No es difícil reiterar que España ha tocado suelo y está sumida en el desgobierno. Se ponga la mirada donde se ponga, la realidad es monótona en su gravedad. Estamos sin Presupuestos Generales desde 2018; el Gobierno de coalición es de yuxtaposición; están en crisis los fundamentos institucionales del Estado —su forma y su modelo territorial—; el deterioro de la reputación de nuestra democracia se ha incrementado con una proposición de ley sobre el Poder Judicial que no aceptan ni la Unión Europea ni el Consejo de Europa, y las cifras de fallecidos e infectados por la covid-19 resultan escandalosas en términos tanto relativos como absolutos. Por fin, la crisis económica, laboral y social que se avecina sugiere un futuro convulso. La manera de gobernar de Pedro Sánchez —confusa y efectista— no es eficaz. Y la mejor prueba de ello es el manejo pésimo y perturbador de la crisis sanitaria.