- La ira bulle en las carreteras, en el campo, en los mares, en el súper. Este domingo desbordará Madrid. Sánchez, con su Falcon entre nubes, no escucha el creciente rugido de la furia
«Tú di que es la ultraderecha». Isabel Rodríguez, en su habitual estado de estupefacción, apenas acertaba a abordar la fórmula para encarar la protesta de los camioneros que han paralizado el suministro en media España hasta que le soplaron el truco. Su compañera de Gabinete, Raquel Sánchez, titular de Transportes, había señalado el camino desde la bancada azul del Congreso al instaurar la consigna que se ha convertido en el eslogan para valorar la protesta de los camioneros. La ultraderecha. Vuelta a las andadas. Los cien mil asesores del Gobierno atraviesan una de sus etapas creadoras más yermas. Tienen el cerebro hueco como el armario de un hotel. Ni una luz lo habita. «La war room de Iván Redondo se ha convertido en el rincón de los macacos», decía un veterano socialista, poco llevado por la vía de su sanchidad. que diría Ayuso. La ultraderecha, otra vez. Con el escarnio de que, en esta ocasión, están insultando a trabajadores harto enojados porque no les dejan vivir.
Insensiblizados para distinguir la diferencia entre el malestar social y un rebuzno político, los grandes estrategas de la Moncloa pretenden disfrazar la mayor muestra de descontento laboral conocida en los tres años de sanchismo en una especie de romería ultra que recorre las carreteras nacional, camisa azul, banderita española y la banda sonora del Cara al sol . Voceros de Ferraz, cacatúas de la izquierda, personeros de Frankenstein repiten el tedioso estribillo, incapaces de renovar el argumentario. Se han registrado, ciertamente, incidentes violentos, ruedas pinchadas y alguna trompada. «La policía, que actúe la policía, no son trabajadores, son fieras desatadas», claman los miembros del Ejecutivo que consagró la impunidad de los piquetes y proclamó el derecho a perseguir, golpear, humillar y destrozarle la vida a quienes tan sólo pretenden ejercer su derecho a trabajar.
Sordo y Pepeálvarez, los Pompoff y Thedy del sindicalismo vertical (antaño decíanle ‘de clase’), no alzan la voz, no mueven un dedo, no rechistan a diferencia de la actitud de sus cofrades europeos. Exhiben quedamente, entre subvenciones y fulares de colorines, alguna queja sobre ‘la subida de precios’, así, en general, como si se tratara de una fatalidad inevitable, un castigo de la naturaleza como la calima sahariana o las riadas estivales. Y luego se callan y acuden raudos a por los diezmos que, presurosa, les concede la atenta vice Yolanda Díaz.
Hay una España enfurecida y un Gobierno que bracea estupidizado sin atinar con la respuesta. Y que ni siquiera lo intenta. No son los camioneros. Los costes de la energía asfixian industrias, compañías, familias. La inflación acogota presupuestos domésticos, empresitas de autónomos, humildes negocios incapaces de hacer frente a la tempestad. Alemania, Francia, Portugal, Polonia rebajan impuestos, ajustan los recibos de luz y gas, alivian en lo posible la brutalidad de la embestida. Sánchez, ajeno a tanto sufrimiento, ha optado por montarse una gira a lo Mick Jagger, y le ha dado por recorrer con su Falcon algunas capitales europeas, en un periplo interminable y absurdo con el que pretende erigirse en el abanderado de la reforma energética que estudia la UE. Será él quien desacople las facturas del gas y de la luz, será él quien ponga coto al ascenso imparable de la inflación, será él quien, reencarnado en un Monnet, un Adenauer, un De Gasperi, refundará el Tratado de la Unión con unos principios sólidos e inconmovibles que harán girar de nuevo al mundo. El nuevo Carlomagno os saluda desde las nubes.
Sin calefacción y sin mantequilla. La España del sanchismo. Bajen el gas en sus casas y vayan en bici a la oficina, es la respuesta del Ejecutivo. Entre la indolencia y la incapacidad, entre el desbarajuste y el desprecio
Piensa el presidente que su trabajo consiste en parecer importante. Entre vuelo y vuelo, alguien le ha susurrado que el cabreo sube de tono, que esto se va a poner muy caliente, como ese estadio turco cuando juega el Madrid. El campo enfurecido desbordará Madrid este domingo. Los pescadores ya no se hacen a la mar. Los ganaderos vierten su leche porque se agria. Emergen los primeros síntomas de desabastecimiento y, por lo tanto, de angustia. Sin calefacción y sin mantequilla. Esta es la España del sanchismo. No enciendan la estufa y vayan en bici a la oficina, aconseja, con arrogante displicencia, un Ejecutivo desmadejado que corretea estos días entre la indolencia y la incapacidad, entre el desbarajuste y el caos. Le echaban la culpa a Putin. Ahora a la ultraderecha. «Empeño ocioso tras tantos intentos vacíos», diría Norman Mailer.
Una pandemia, una guerra en Europa y ahora un terremoto económico de magnitudes impredecibles reclaman una madurez y una solvencia política que el cuadro de mandos de la Moncloa es incapaz de ofrecer. Antes de ser defenestrado en las urnas, Sánchez debería hacer un intento de sensatez, deshacerse de sus corrosivos apoyos, esa pandilla basura universalmente detestada y plantearle a Núñez Feijóo un pacto ambicioso y urgente, un acuerdo nacional, un consenso de Estado, llámenlo equis, como escribía este jueves Agustín Valladolid, para esquivar la catástrofe. No será posible. No con este presidente, tan ciego de soberbia que no logra divisar ese desmesurado camión cargado de ira que se le viene encima. El trastazo será descomunal.