En la sesión de control al Gobierno de ayer miércoles, Pedro Sánchez aseguró que, pese a la apertura de una causa secreta contra Begoña Gómez por el juez Juan Carlos Peinado, seguía «creyendo en la Justicia».
Pero a las 19:00, en una inusual carta abierta a los españoles en su cuenta de X, Sánchez anunció su intención de tomarse un periodo de «reflexión» de cinco días tras el cual anunciará a la ciudadanía, el próximo lunes 29, si continúa como presidente del Gobierno, presenta su dimisión o adopta una tercera decisión.
La carta es tan inaudita como inédita en democracia.
Sánchez confiesa en la carta estar enamorado de su mujer, un detalle como poco chocante, y lamenta la «judicialización del caso» que la afecta, denunciando que la admisión de la denuncia de Manos Limpias contra ella es, en realidad «una estrategia de acoso y derribo que lleva meses perpetrándose». Como si el juez Peinado fuera parte también de esa «galaxia digital ultraderechista» contra la que se victimiza.
Es patente la desproporción entre el acto judicial ordinario que le afecta y su reacción sobreactuada.
Y más cuando, como ha venido reflejando la línea informativa y editorial de EL ESPAÑOL, y con los datos conocidos hoy, no existen indicios de delito que justifiquen imputar a Begoña Gómez por tráfico de influencias ni por corrupción en los negocios.
De momento, todo cuanto puede acreditarse es una coincidencia cronológica entre las relaciones con empresarios de la mujer del presidente y la concesión de fondos públicos a sus empresas. Sólo mediante conjeturas sin base es posible especular con el ejercicio de una presión eficiente y motivante por parte de Begoña Gómez sobre un funcionario público con el objetivo de obtener una ventaja personal.
Cabe señalar, en cualquier caso, que las diligencias previas no se abren sobre la nada. Sánchez no estaría enfrentando este problema si su mujer no se hubiera mostrado imprudente en el terreno de las apariencias, especialmente en lo concerniente a las cartas de recomendación que firmó para apoyar a un empresario que luego ganó un concurso público.
Pero que algo no sea estético no significa que sea delito, ni que haya elementos suficientes para abrir una causa penal a Sánchez por un supuesto conflicto de intereses.
Precisamente por eso es legítimo preguntarse qué ha llevado a Sánchez a una reacción tan teatral, hasta el punto de amagar con dimitir el próximo lunes. Máxime cuando un gesto de esta clase es impropio de un líder con tanta sangre fría como Sánchez, amén de incoherente con su mitología de «la resistencia».
La primera hipótesis, la menos probable, es que el presidente sepa o sospeche que trascenderán nuevas pruebas contra su esposa, y quiera amortiguar el impacto anticipándose a ello con un golpe de efecto.
La segunda hipótesis es que Sánchez se haya dado cuenta de que la legislatura y su presidencia no tienen salida política a medio plazo.
Los resultados de las elecciones vascas, con PNV y EH Bildu sumando casi el 70% de los votos; el calvario que le espera en las elecciones catalanas, con Puigdemont advirtiendo de que no aprobará los Presupuestos si gobierna Salvador Illa; o la intención de voto al PSOE seriamente devaluada conforman un cóctel de adversidades que compromete seriamente el futuro de Sánchez.
La tercera hipótesis es que, con los lamentos de su carta sobre la «operación de acoso y derribo» en «lo político y lo personal», el presidente trate de generar una suerte de ‘efecto vacuna’. Una reacción ciudadana contra la ‘fachosfera’, Feijóo, los medios críticos con la Moncloa y, en definitiva, contra la mitad de los españoles que lleve hasta la calle la crispación y la polarización que ahora impera en la arena política.
Y qué mejor oportunidad para esta ‘operación mártir’, como la ha bautizado el PP, que la apertura de una investigación que probablemente quede en nada.
En este sentido, la carta de Sánchez pretende azuzar a sus bases e incitar al cierre de filas en torno al líder.
No en vano, al poco de la publicación del comunicado se han sucedido los mensajes de apoyo y condena de todos sus socios, desde Yolanda Díaz a Gabriel Rufián, e incluso de detractores como Page.
Por eso se plantea la incógnita de si esta operación relegitimadora no se completará con una moción de confianza en el Congreso que escenifique de nuevo el respaldo de la inmensa mayoría de la Cámara. Algo innecesario, a la vista de que ese apoyo sigue hoy vigente y nadie duda de ello.
Una operación que partirá, en cualquier caso, de un presupuesto absolutamente falaz, como es la mentira de la «mayoría progresista» como prueba de la autoridad moral de la investidura de Sánchez en la que están incluidos partidos derechistas e independentistas.
Lo más grave de toda esta cuestión es la irresponsabilidad que supone que un presidente del Gobierno haga una parada de cinco días para «reflexionar».
Un presidente dimite o no dimite, pero no pone al país en vilo creando una grave crisis política y una incertidumbre innecesaria que a buen seguro afectará a los mercados.
Es difícil negar que no pocos actores políticos se han extralimitado en sus diatribas contra Sánchez, como ha hecho este miércoles el PP extendiendo las sospechas sobre el hermano, el padre y el cuñado del jefe del Ejecutivo.
Pero otros presidentes han pasado antes por esto. E incluso por desafíos mucho más graves y acuciantes. Como Adolfo Suárez, que presentó su dimisión sin mayores devaneos.
Ya es reprochable de por sí que Sánchez siga abonado a la excitación de la discordia civil, empeñado torpemente en mezclar al centroderecha con la ultraderecha, y señalando a medios de comunicación y periodistas, a veces con nombres y apellidos.
Pero es sencillamente inadmisible que un presidente del Gobierno, preocupado únicamente por procurarse una salida en un último gesto de supuesta dignidad, someta a la nación a tales alardes de megalomanía y cesarismo.
Sánchez ha querido plantear un plebiscito sobre su continuidad al frente del Gobierno. Tratándose de un líder tan impopular y divisivo, el presidente debería haber meditado más reposadamente su órdago a la ciudadanía.