PEDRO GARCÍA CUARTANGO-ABC

  • Ha aprovechado una crisis personal en la que afloró su vulnerabilidad para reforzar su poder y erigirse en paladín de la democracia

Frío, calculador, narcisista y maestro del relato, Pedro Sánchez había demostrado su instinto de supervivencia y su capacidad para devolver los golpes a sus adversarios. Pero lo que no habíamos visto hasta ahora es la mandíbula de cristal, la fragilidad de un político que esgrime sus sentimientos para apartarse de sus responsabilidades.

A esos sentimientos apeló en su carta, cuando apuntó que estaba «profundamente enamorado» de su mujer y que no podía tolerar la campaña de difamación de la que era víctima. No se tomó la molestia de desmentir las informaciones que le habían indignado. Y volvió a insistir hace unas horas en el mensaje para recabar un apoyo incondicional. Como si la movilización social fuera un aval para el comportamiento de Begoña Gómez. Decía un político de la Transición, que Dios exista o no, no depende de lo que decida la mayoría.

¿Hemos asistido a una escenificación ideada para reforzar su poder? Nadie sabe lo que ha pasado por la cabeza de Sánchez, incomunicado durante cinco días, pero no es incompatible la hipótesis de un arrebato de indignación con la estrategia de convertir esta crisis en un cierre de filas y en un fortalecimiento de su liderazgo.

La tentación de aprovechar una crisis, un conflicto o una guerra para limitar la libertad y desmantelar la oposición es tan vieja como el mundo. Viendo amenazados los privilegios de la aristocracia, el autócrata Pisístrato convirtió la democracia ateniense en una tiranía en el 561 antes de Jesucristo con el pretexto de una conspiración de sus enemigos. Sánchez no ha pedido poderes extraordinarios, pero se ha presentado como la encarnación de la democracia. De ahora en adelante, todo el que se le oponga será reo de alta traición a los valores que él presume encarnar.

Los griegos acuñaron la palabra ‘Hybris’ para nombrar a quien pierde el sentido de sus limitaciones y pretende emular a los dioses. Sánchez ha acumulado más poder que ningún otro presidente del Gobierno, ha conseguido la pleitesía de su partido y ha demonizado a los jueces y los periodistas que le critican. Se ha situado en un plano que va más allá del bien y del mal. Como Ícaro, ha querido volar más alto que ningún otro semejante.

1 de octubre de 2016

Hay que recurrir al pasado para entender lo que le ha sucedido. Decía Stefan Zweig que todos tenemos un día que marca nuestra existencia. El de Pedro Sánchez fue el 1 de octubre de 2016 cuando presentó su dimisión como secretario general del PSOE. Fue la única vez en su vida que derramó lágrimas de tristeza en público. No podía saber que nueve meses después volvería ocupar el cargo para el que había sido elegido en unas primarias en las que derrotó a Eduardo Madina.

Sánchez se juró aquel día que jamás sufriría una humillación como aquella, cuando los barones del partido le forzaron a dimitir. Pero el líder del PSOE no tuvo un camino fácil para recuperar lo perdido. Todos le daban por muerto e incluso él mismo dudaba de sus posibilidades, pero ganó las primarias a una Susana Díaz que contaba con el apoyo del aparato, incluido Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, al que retiró la palabra.

Combina el látigo y el elogio según le convenga, a la vez que carece de empacho en el autoelogio hasta la desmesura

Sánchez no sólo ha purgado a quienes barruntaba que podían ejercer una oposición interna, sino que además ha ido prescindiendo de fieles colaboradores que dieron la cara por él en los momentos más difíciles. No le tiembla el pulso a la hora de sacrificar a quienes ya no le son útiles. La última cabeza en caer fue la de José Luis Ábalos, el leal compañero que estuvo con él en las horas más difíciles.

Seductor y a la vez implacable, nadie mejor que Sánchez había ocultado hasta ahora sus sentimientos bajo una máscara de inmutabilidad. Por primera vez desde que gobierna, esa imagen se ha quebrado. Hasta ahora era imposible determinar si estaba triste o contento, casi siempre impasible. De una tenacidad casi inhumana, nunca había mostrado miedo o debilidad. Este episodio ha demostrado que siente y padece.

Maquiavelo

Cuando Maquiavelo se tuvo que ir al exilio y vivir en el campo tras el regreso de los Medici a Florencia, se ponía cada noche los ropajes de su antigua dignidad. Fue entonces cuando escribió que la política es el arte de administrar los tiempos. El éxito o el fracaso de una decisión depende del momento. Sánchez es maquiavélico en este sentido. No sólo porque cree que el fin justifica los medios sino porque sabe, sobre todo, discernir cuándo tiene que actuar. No debate, manda. Así lo ha demostrado de nuevo en un orgulloso aislamiento en el que ha eludido cualquier explicación al partido, reducido a una servidumbre voluntaria al líder.

Se ha ganado la fama de ser un político sin palabra ni respeto a sus compromisos por las muchas piruetas que ha consumado. Dijo que no gobernaría con Podemos y lo hizo, aseguró que jamás pactaría con Bildu y lo ha convertido en su aliado, prometió acabar con las puertas giratorias y ha colocado a todos sus amigos, afirmó que no habría indultos y los hubo, aseguró que iba a traer al prófugo de Waterloo a responder ante la Justicia y lo ha amnistiado. Ahora garantiza que no habrá consulta de autodeterminación, pero muchos lo dudan. Su persistencia en incumplir sus promesas es tan fuerte como su voluntad de poder.

No duda en hacer lo contrario de lo que ha prometido si le conviene. Siempre es capaz de fabricar una justificación

No confía en nadie y nadie sabe cuáles son sus planes. Su vida privada es un coto celosamente protegido. Listo, precavido e intuitivo, con una memoria de elefante, ninguna deuda le ata. Y es capaz de dar un giro a los acontecimientos cuando todo parece perdido como tras los desastrosos resultados de las elecciones municipales y autonómicas. Esa noche decidió jugárselo el todo por el todo. Pese a sus frecuentes comparecencias, siempre en los medios afines, es un absoluto misterio.

Isaiah Berlin clasificaba a los hombres en zorros y erizos, tomando un proverbio del poeta griego Arquíloco. Apuntaba que el zorro sabe muchas cosas, mientras que el erizo sabe mucho de una sola cosa. Pedro Sánchez es un erizo. Es un maestro del arte de la supervivencia política y a ello consagra todos sus esfuerzos. Nunca amaga, golpea.

Alguien ha sugerido su parecido con Robespierre por su incesante voluntad de acosar a sus enemigos. La comparación es exagerada, pero es verdad que el dirigente socialista siempre ha intentado exacerbar sus diferencias con el PP sin eludir su demonización, dinamitando todos los puentes y haciendo imposible los pactos. Está convencido de que el cainismo y el sectarismo son el caldo de cultivo de sus victorias electorales. En su discurso de investidura, más de la mitad del tiempo se lo pasó haciendo oposición de la oposición. O él o el caos. O Sánchez o las tinieblas. Ha vuelto a repetir esa pauta al identificarse con la democracia y presentarse como víctima de una conspiración.