Hace dos semanas escribí una Carta titulada Un error de Feijóo: el pacto, antídoto de la sedición. Por desgracia, los hechos han demostrado fulminantemente que el errado era yo.
No porque haya dejado de pensar que “el mejor antídoto frente a cualquier intento de romper la legalidad es la unidad de las fuerzas constitucionales en torno a lo sustancial”. O porque vacile en mi diagnóstico de que “no hay mejor expresión de esa unidad que la legitimación de las instituciones, mediante su normal funcionamiento y renovación”.
Reitero esas convicciones. Pero el momento, la forma y el fondo en que Pedro Sánchez ha anunciado, no la rebaja, sino la supresión del delito de sedición del Código Penal me lleva a dudar, por primera vez desde que está en el poder, de que él priorice esa “unidad en lo sustancial” y esa “legitimación de las instituciones” respecto a pretensiones mucho menos nobles.
El tempo es esencial en la política. Una cosa es que la renovación del CGPJ y la siempre presentada como “reforma del delito de sedición” fueran partidas que se jugaban en tableros distintos y otra muy diferente que el Gobierno pretendiera culminarlas de manera simultánea, para entregar los trofeos a la vez al constitucionalismo y a sus enemigos. Al margen de lo que Bolaños y González Pons hablaran o dejaran de hablar, eso suponía una emboscada que hubiera dejado en ridículo a Feijóo y probablemente destruido su liderazgo.
Aunque en sentido estricto ambos asuntos correspondieran a órdenes diferentes -un imperativo constitucional, por un lado; la libertad del legislador, por el otro-, es evidente que, por mor de los bienes afectados -la unidad nacional, el sentido de la contención del gobernante- la opinión pública los percibía como vasos comunicantes. Así lo dicen tanto la encuesta que publicamos hace unos días como las que manejaba Feijóo.
Quizá por pensar que, cuando se ocupa la Moncloa, hasta la audacia más extrema genera los anticuerpos de una elemental prudencia -eso lo explicaba a menudo Zapatero– siempre creí que la cuestión de la sedición quedaría en vía muerta o al menos entraría en vía lenta -como la Ley de Vivienda, la ‘ley mordaza ‘o la Ley Trans- una vez que Sánchez hubiera conseguido aprobar los Presupuestos.
«Al final, por desgracia, era cierto que Sánchez había pactado con Esquerra comprar su apoyo al Presupuesto»
Es más, llegué a pensar que cuando el Gobierno desmentía nuestras noticias de que ya contaba con mayoría más que suficiente para sacarla adelante, estaba diciendo técnicamente la verdad. O sea, que Sánchez estaba dispuesto a reducir algo las penas por sedición, pero no tanto como para satisfacer a Esquerra o no digamos a Junts.
Parecía incluso que pudiera estar engendrándose una maquiavélica carambola contra Feijóo en tres fases: el PP rompía la negociación sobre el Poder Judicial alegando que iba a reformarse la sedición; Sánchez tramitaba una ley en el parlamento, con un largo periodo de enmiendas, que finalmente era derrotada por no darles a los separatistas lo que pedían; y era la oposición, tremendista y filibustera, la que quedaba en evidencia en vísperas de las elecciones.
Al final, todo ha resultado ser mucho más elemental y lamentable. Por desgracia era cierto que Sánchez había pactado con Esquerra comprar su apoyo al Presupuesto, haciéndoles a sus dirigentes un traje a la medida con la tela del Código Penal. Algo cómo mínimo obsceno, irresponsable y temerario.
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La mejor prueba de que el propio Sánchez es consciente de la gravedad o al menos la trascendencia del paso que está dando es su insistencia en engarzar un espeso relato, con una mezcla de interpretaciones injustas, medias verdades y abiertas falacias.
En el principio de todo está la atribución, más o menos velada, de la culpa del “golpe posmoderno” de 2017, no a los que burlaron la legalidad, desobedecieron a los tribunales, proclamaron unilateralmente la secesión y promovieron disturbios en su apoyo, sino al estaférmico gobierno de Rajoy por su incapacidad negociadora.
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Esto ya tenía su antecedente en la estigmatización del Tribunal Constitucional -y en concreto del magistrado ‘tránsfuga’ Manuel Aragón– como responsable del encendido de la mecha del procés. Es decir, en el blanqueamiento de los separatistas delincuentes como víctimas de la intransigencia de un Estado constitucional atrincherado en la resistencia a su desmembramiento.
El siguiente eslabón de la cadena autojustificativa es la presunta mejoría de la situación en Cataluña, atribuida no al escarmiento inicial de que la vía unilateral abocara a sus promotores a la destitución, la cárcel y el exilio, sino a la lenidad con que después se perdonaron parcialmente sus delitos y se asumió la hoja de ruta de la “desjudicialización” como sinónimo de impunidad.
Es verdad que las llamaradas se han atenuado -yo diría que tácticamente- a la par que la actividad de los bomberos. Pero, frente al tópico gubernamental, sólo un 21% de catalanes, en su mayoría votantes separatistas, cree que la convivencia “ha mejorado” durante estos cinco años.
«Dice el Gobierno que el de sedición era un delito arcaico, cuando en realidad había sido cincelado en el mal llamado “Código Penal de la democracia” de 1995»
Un periodo durante el que Sánchez ha fomentado y regado con inversiones millonarias la bilateralidad, ha escondido los motivos que llevaron al CESID a espiar con autorización judicial a Pere Aragonés y ha ayudado a la Generalitat a burlar las sentencias de los tribunales en materia lingüística.
Si observamos la propia evolución gradual, imperceptible de un día para otro, de aquel líder socialista que se presentó hace tres años a las elecciones, tildando de “rebelión” lo ocurrido en Cataluña, proponiendo restablecer el delito de convocatoria ilegal de referéndum y prometiendo traer preso a Puigdemont, entenderemos mejor la fábula de la rana cuyo cadáver achicharrado apareció una mañana flotando en agua hirviendo. La temperatura sólo había subido un grado respecto a la víspera, pero era el grado que había hecho cruzar al animal el umbral de la letalidad.
Sánchez ha pretendido rematar la faena con el argumento de la “homologación europea”. Su problema es que en la comunidad jurídica la Sala Segunda del Tribunal Supremo ya puso la venda antes de la predecible herida, al documentar la tipificación, -con uno u otro nombre y penas tan graves o más-, que en cada legislación europea merecen las conductas atribuidas a los condenados del procés.
Y en la calle cualquiera entiende que lo que ocurrió es algo distinto y mucho más punible que unos eufemísticos “desordenes públicos agravados”, en los que ahora se pretende diluir la sedición. Dice el Gobierno que este era un delito arcaico, pues databa del primer Código Penal de 1822, cuando en realidad había sido cincelado en el mal llamado “Código Penal de la democracia” de 1995.
Más alcanforado resulta, en todo caso, legislar hoy sobre “desordenes públicos”, una terminología que parece retrotraernos a las bullangas, a menudo suscitadas a la salida de los toros, que tanto proliferaron en la Barcelona de mediados del XIX.
Pero, lamentablemente, la cuestión no anida en la historiografía del Derecho ni en las milongas armonizadoras.
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Pocos escándalos políticos han alcanzado nunca la dimensión de ver a un Gobierno reformar el Código Penal de la mano de los que lo han vulnerado, de modo que su primera tentativa quede a la postre poco menos que impune y la próxima les resulte así más atractiva y asequible.
Imaginemos que tras el golpe del 23-F se hubiera negociado con la ultraderecha la rebaja o supresión del delito de rebelión; que en plena resaca de Filesa o de la Gürtel se hubieran rebajado o suprimido los delitos económicos -teniendo a los que montaron dichas tramas como interlocutores-; o que, cada vez que ETA cometía sus peores atentados, se hubiera tratado con la izquierda abertzale de cómo reducir los castigos a los asesinos.
Como bien ha dicho García-Page, cuando todavía hay prófugos de los tribunales y juicios por celebrar, cuando sigue resonando el lo volveremos a hacer, no se pueden cambiar las reglas a la mitad del partido. Y si hubiera que hacerlo, tendría que ser, como alega Lambán, para “blindar” al Estado, “reforzando” su protección.
Cualquiera entiende la inadmisible paradoja denunciada por el presidente de Castilla-La Mancha: en plena carestía de todo lo demás, aquí lo único que baja es el precio de vulnerar la Constitución. Vara no se atreve a decir algo equivalente, pero lo piensa. Y hay una pléyade de candidatos socialistas a las municipales y autonómicas en la misma situación. No les arriendo, por ejemplo, la ganancia a la eficiente Reyes Maroto y al tal Lobato cuando tengan que hablar del asunto como candidatos por Madrid.
Es, por cierto, contraproducente que el PP les emplace ante su responsabilidad porque ellos ya se emplazan solos ante sus riesgos. Saben que, al final de este trayecto, la única manera de evitar que la rana abrasada sea la España que conocemos, requerirá la asfixia electoral del PSOE, con ellos como primeros inmolados.
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Como decía el título de una novela de mi adolescencia, La vida sale al encuentro. Ningún líder político y tampoco un director de periódico puede blindar sus buenos deseos hasta el extremo de abstraerse de circunstancias tan extremas y concretas.
Nunca pensé que Sánchez fuera a plegarse en un momento tan delator y de forma tan bochornosa a las exigencias de ERC. Feijóo lo vio venir y se levantó de una negociación que, además de ejecutar un precepto constitucional -en términos de obligación, no de automatismo-, debía atenerse al espíritu de la Carta Magna. Visto lo visto, fue él quien acertó.
«En sólo quince días, ha sido Sánchez quien ha dado la vuelta a la situación, de tal manera que ha entregado de nuevo a Feijóo el manto de paladín de la calobiótica»
Hace unos días, el líder del PP subrayó que no consideraba las negociaciones rotas sino sólo “suspendidas”, a la espera de que Sánchez aclarara su posición sobre la reforma de la sedición. Los términos en los que ahora lo ha hecho y el procedimiento exprés empleado -ninguneando además de al CGPJ al recién renovado Consejo de Estado- suponen dinamitar todos los puentes de colaboración política con el PP.
Si Sánchez cree que, cuando España sigue amenazada por separatistas y populistas, puede suprimir el delito de sedición con el mero apoyo de los últimos sediciosos y sus palmeros, sólo tiene tres vías para renovar los órganos constitucionales: a) buscando las mayorías reforzadas que requieren las leyes entre ese bloque de apoyo que ha convertido en parte estructural de su proyecto; b) desafiando a la UE con cambios legislativos que le permitan hacer lo que le venga en gana con la mayoría que le venga en gana; c) adelantando las elecciones generales de forma que los ciudadanos decidan ya si es Feijóo o él quien debe de morir políticamente para que la nación camine por una de las dos sendas antitéticas que ahora mismo representan.
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Si descarta la tercera -siendo las dos primeras inviables-, España quedará enfangada en un año pendenciero y él carecerá de autoridad moral para insistir en sus aspavientos culpando al PP del bloqueo institucional. Porque, en sólo quince días, ha sido Sánchez quien ha dado la vuelta a la situación, de tal manera que ha entregado de nuevo a Feijóo el manto de paladín de la calobiótica que, por redicho que parezca, no es sino la tendencia natural del ser humano y -por ende de las naciones- a mantener una vida ordenada y regular.
No soy capaz de discernir aun si aquí ha habido un abrupto cambio de guion o tan sólo ha aflorado una larga maquinación engendrada de manera repudiable. Pero es la desmesura del acto lo que convierte en moderación y buen juicio la simple negativa a hacerse partícipe de su génesis y consecuencias. Ni siquiera de refilón.