• Se le amontonan a la puerta del Gobierno bolsas de basura política en momentos en que la ciudadanía se posiciona de cara a los próximos comicios

El ‘Estado profundo’ -o ‘deep State’, en su versión original inglesa- es lo que entre nosotros se llama, con acierto, «cloacas del Estado». Lo compone esa urdimbre de poder que, por las razones más diversas, encubiertas siempre bajo el eufemismo «de Estado», escapa a la transparencia y se desenvuelve en la más negra clandestinidad. Convive, aunque mal avenido, con la democracia y, cuando, por el motivo que fuere, deja entrever sus entrañas, entra en conflicto con ella y la compromete. Como ocurre en las cloacas que corren por el subsuelo de nuestras ciudades, también el Estado profundo sufre grietas por las que se evaporan fumarolas que delatan la podredumbre que pretende ocultarse a la vista de la opinión pública. Bien por filtración interesada, bien por descuido de descuidados cuidadores, bien por tenacidad de denodados investigadores, el caso es que no son raras las ocasiones en que las cloacas del Estado se alivian la presión con desahogos que dejan aflorar perturbadoras emanaciones.

A veces, como si esas ocasiones se llamaran unas a otras, los efluvios se multiplican, coincidiendo sus emisiones en el tiempo. Es lo que ocurre estos días. Unas declaraciones aparentemente fortuitas, pero despreciables y condenables, del exministro Barrionuevo dieron categoría de certeza a las sospechas que ya abrigábamos sobre los GAL y sus crímenes, estos últimos calificables, con toda propiedad, «de Estado». De otro lado, unos vídeos mostrados por la BBC han vuelto a encender el debate sobre el escándalo de los trágicos acontecimientos del pasado mes junio en la valla de Melilla, donde murieron, asfixiados y faltos de auxilio, más de treinta inmigrantes subsaharianos. Y, aunque, sin muertos de por medio, asuntos como el de las escuchas del caso Pegasus, en el que un nutrido grupo de independentistas catalanes fue espiado por los servicios secretos del CNI, así como el caso conexo de la «desjudicialización» de la política, con, entre otras medidas, la derogación -mediante proposición, y no proyecto, de ley- del delito de sedición y la subsiguiente rebaja de la pena en el tipo que lo sustituye, también podrían asignarse a esas mismas trapacerías perpetradas con la falta de transparencia que caracteriza a las cloacas del Estado. Sólo faltaba, para cerrar la lista, el más que probable y cuestionable indulto a los condenados por los ERE de Andalucía, que tan inoportuna y subrepticiamente se ha colado en las noticias del día.

No puede la condena hacerse por delegación y en abstracto, sino en persona y asumiendo culpas orgánicas

No hay espacio, en estas limitadas líneas, para exponer las razones, junto con las emociones, que obligan a condenar los crímenes, denunciar las malas prácticas, desentrañar las mentiras y desenmascarar la obscenidad política que, en todos estos casos, concurren para poner en solfa el respeto de los derechos humanos, en unos, la integridad de la democracia, en otros, o la corrección de los procedimientos, en todos los demás. Bástenos con unirnos a las voces de asombro, condena y petición de cuentas que se han multiplicado en los ámbitos políticos y mediáticos. De entre todas ellas, merecen especial mención y apoyo, por su cercanía y claridad, las que se han dejado oír por parte del lehendakari, en los crímenes de los GAL, y del Parlamento vasco, en la tragedia de las vallas de Melilla. Claman, con todo, en instancias incluso más pertinentes, tanto como aquí las voces, allí los estruendosos silencios. No puede la condena hacerse por delegación y en abstracto, sino en persona y asumiendo culpas orgánicas.

Lo que aquí se quiere subrayar es que estos casos, trágicos, unos, y de dudosa legitimidad, todos, son como bolsas de basura que la realidad hubiera tirado a la puerta del Gobierno y de las que éste tendría que desembarazarse para poder abrirse paso y presentarse, sin sonrojo, a la opinión pública. Está en juego el respeto del Ejecutivo a la integridad democrática. Pero, no menos, su credibilidad en unos momentos en que partidos y ciudadanía comienzan a posicionarse respecto de la actitud a adoptar con vistas a las elecciones que se encadenarán, una tras otra, el próximo año. Los casos citados son, todos, de tal sensibilidad, que, al margen de la manipulación que de ellos quepa hacer, exigen un abordaje y una resolución final en cuyo acierto o desacierto podría dirimirse el destino político de quienes están obligados a afrontarlos. Su recuerdo acudirá puntual al futuro, como lo ha hecho al presente, con la inquietante viveza del fantasma que perturba los sueños. No faltará quien esté dispuesto a conjurarlo.