Sánchez y el amor

EL MUNDO  20/06/17

ARCADI ESPADA

ENTRE las más deplorables consecuencias que ha traído la dialéctica Cataluña/España está la del amor. Este fin de semana reincidió Pedro Sánchez en su penoso discurso de clausura, y garantizo que el adjetivo tiene peso tratándose de penoso y Pedro Sánchez, un vínculo indestructible: «España quiere a Cataluña», dijo. Es cierto que los argumentos de autoridad de su discurso no fueron afortunados. Un poco antes se le había ocurrido citar a Gregorio Peces-Barba para defender el concepto de la plurinacionalidad española. Es decir, al hombre que hace seis años estuvo tan gracioso en un congreso de abogados que se celebraba en Cádiz: «Siempre me pregunto medio en broma qué hubiera pasado si nos hubiéramos quedado con los portugueses y hubiésemos dejado a los catalanes», había dicho Peces en alusión al embarras du choix que afectó al Conde Duque cuando en 1640 tuvo que elegir entre el amor de catalanes o el de portugueses. O que se mostró tan optimista, la misma tarde, sobre el final del entonces incipiente Proceso catalán: «Creo que esta vez se resolverá sin necesidad de bombardear Barcelona». Pero si Sánchez no sabe quién es Peces mucho menos va a saber quién es Ernesto Giménez Caballero, el primer y más brillante teorizador del amor a Cataluña. Aquel surrealfascista que proclamó tras haber vencido: «Cataluña: Te habla un español que te quiere. Y te quiere, como los españoles de la meseta castellana hace siglos que te aman, con pasión. Con la misma pasión que se quiere a una mujer». El fascismo literario (pleonasmo) de Gecé concebía efectivamente a Cataluña y España como dos entidades capaces de amarse; o sea como dos entidades sexualmente diferenciadas. El libro que publicó en 1942, Amor a Cataluña, debe leerse como una crónica oblicua de La Gran Gozada que para estos caballeretes supuso la toma de la Cataluña republicana.

Como es natural, los españoles serios y convincentes nunca han tenido la menor tentación de decir que aman a Cataluña. Ese tipo de personas, en trance inminente de volver a hacerse franceses como cuando entonces, podrían entender que un catalán, yo mismo, en un momento de atracón sentimental dijera: «Cataluña quiere a España», porque bien la parte puede amar al todo. Pero nunca podrían entender la viceversa. Cuando un español dice «España quiere a Cataluña» solo caben dos hipótesis: la de un estúpido narcisista que, llegándose, se lame o la de un extranjero.