Ignacio Varela-El Confidencial

Es abrumador el cúmulo de anomalías que estamos viviendo en la tortuosa ruta hacia la investidura desde el mes de abril

Uno de los rasgos más perniciosos de lo que ha dado en llamarse “sanchismo” es el maltrato sistemático, continuado, carente de cualquier aprensión, de la lógica institucional. Desde su aparición en la política española, y muy especialmente desde su acceso al Gobierno, no hay norma, convención o principio regulador del sistema que este político no haya lesionado o subvertido de algún modo, en una perpetua fuga hacia delante desprovista de horizonte distinto a la nuda conservación del poder.

El envoltorio de la sigla funciona para Sánchez como cobertura universal. No es que él haya acreditado ser un dirigente leal al sistema, más bien lo contrario. Pero la historia del PSOE desde 1975 le otorga una protectora presunción de respetabilidad política de la que carecería si se cobijara en otra marca.

Es abrumador el cúmulo de anomalías que estamos viviendo en la tortuosa ruta hacia la investidura desde el mes de abril. Lo peor es que el detrito se naturaliza y, poco a poco, se dan por buenas prácticas que antes habrían provocado un escándalo monumental. Sánchez nos está adiestrando con éxito a coexistir con el engaño como método y la falta de reglas como principio; y hasta personas de comprobada conciencia institucional digieren y convalidan ahora lo que siempre les pareció incomestible.

El PSOE y los socios que se ha buscado para esta aventura repiten como papagayos, desde el 10 de noviembre, las expresiones “conflicto político” y “vía política” para Cataluña, oponiéndolas a esos mismos conceptos tratados como jurídicos o judiciales. Lo político frente a lo jurídico, esa es la tramposa dicotomía que se nos quiere colar de matute. En ese marco semántico, cuando a algo se le adjunta el adjetivo “político” parece que todo quedara justificado y todo debiera ceder a su paso. Incluidas la letra y el espíritu de la ley.

Sin embargo, observen la paradoja: quienes más pregonan la llamada “vía política” hacen depender la investidura y la mayoría parlamentaria de un escrito de los servicios jurídicos del Estado, a raíz de una decisión judicial europea que deviene de una consulta de un tribunal español en el desarrollo de un proceso penal. Se proclama el final de la lógica judicial mientras se organiza un colosal enredo jurídico para sacar adelante una votación parlamentaria.

Hoy no hay una negociación política visible, sino un forcejeo leguleyo para torcer la acción de la Justicia. En estos días no se habla sobre el camino político del próximo Gobierno sobre Cataluña. Más bien se busca un apaño con apariencia de legalidad que invalide en la práctica la condena del Tribunal Supremo, ponga en la calle cuanto antes al jefe del partido que entregará el poder a Sánchez y neutralice ‘ex ante’ los recursos del Gobierno en el Tribunal Constitucional por los probables actos ilegales de quienes mandarán en Cataluña. Con la excusa de la inmunidad, se pretende establecer una situación fáctica de impunidad. No solo para el pasado, también para el futuro. Apagar la ley en Cataluña es el auténtico precio de esta abstención.

Con la excusa de la inmunidad, se pretende establecer una situación fáctica de impunidad. No solo para el pasado, también para el futuro

Convertir a la Abogacía del Estado en agente de una negociación entre partidos es aberrante. Se desconoce por completo el contenido político del acuerdo entre el PSOE y Podemos, o de las conversaciones con ERC. Pero todos sabemos que el dictamen de la Abogacía del Estado se está negociando con el reo, que exige que el letrado público se alinee con el suyo. Es imposible eludir la sospecha de que finalmente ese documento responderá, palabra por palabra, a lo que desde Lledoners se dicte como imprescindible para la abstención. Si esto no es corrosión institucional, que alguien le busque un nombre.

Igualmente anómala es la convulsión de encajar a martillazos la investidura en plenas navidades, cuando ningún plazo legal obliga a ello. Aparentemente, se teme una posible resolución del Supremo, a partir del día 6, que mantenga en prisión a Junqueras (aunque se le permita desplazarse a recoger el acta), ejecute la pena de inhabilitación que figura en la sentencia y pida al Parlamento Europeo la suspensión de la inmunidad (siguiendo la sugerencia de Luxemburgo). Ello estropearía el negocio político, haciendo inútiles los buenos oficios de la Abogacía.

Quizá la mayor de las anomalías –por ahora- es dar por hecha una mesa de gobiernos, “de igual a igual”, para tratar los asuntos que conciernen a Cataluña fuera de todos los cauces existentes. Crear un órgano semejante requiere un instrumento legal que delimite su naturaleza, su composición y sus competencias. Que esté sometido a control parlamentario y judicial. Y por supuesto, que no produzca privilegios ni interfiera con las demás comunidades autónomas, que tardarían muy poco en reclamar mecanismos similares para sí mismas. ¿Dará esos detalles Pedro Sánchez en su discurso de investidura, o nos atizará otra plomiza disertación sobre el diálogo en el que todo cabe? ¿Le permitirán sus aliados pronunciar la palabra “Constitución” al referirse al contenido de esa mesa?

Constatar que existe un conflicto político sobre Cataluña es una obviedad rayana en la simpleza. Pero para no caer en la nadería hay que identificar a los sujetos y al objeto del problema. Los independentistas lo dicen claramente: para ellos, los sujetos del conflicto son España y Cataluña, y el único desenlace que admiten es la secesión. Para otros, los sujetos son los partidos nacionalistas de Cataluña frente a la Constitución española, y el núcleo del litigio es la vigencia, plena o exceptuada en un territorio, del orden democrático basado en el principio de legalidad. ¿Y para Sánchez? Nadie lo sabe. Su silencio cósmico permite suponer cualquier cosa -sin que ello signifique que el día que hable sus palabras sirvan para el minuto siguiente, tal es la reputación ganada con creces-.

El mayor mal ya está hecho: el deterioro de las instituciones tiende a hacerse crónico, y empeorará con el consorcio Sánchez-Iglesias-Junqueras

Las concesiones del PSOE a Podemos y a ERC desde el 10 de noviembre hasta hoy resultaban inverosímiles hace dos meses para el 90% de los dirigentes socialistas y de los votantes que los creyeron. A quien las anticipara lo habrían llamado apocalíptico y difamador. Ahora las esperan con naturalidad, corroborando que sus tragaderas no tienen límite.

Sea como sea, el mayor mal ya está hecho: el deterioro de las instituciones tiende a hacerse crónico, y empeorará drásticamente con el consorcio Sánchez-Iglesias-Junqueras. Por otro lado, si los independentistas querían internacionalizar su conflicto y destrozar el crédito de la justicia española en Europa, su victoria es completa. Alguien se la ha servido en bandeja.